Laura Pufal

Entrevistamos a Laura en 2009 para el Libro del Centenario: Allen 1910 - 2010. Aquí su historia de vida. Laura nació en Misiones, en la Colonia Garuhape, en el año 1951

Apenas tenía unos 14 años, cuando se fue a trabajar fuera de su pueblo, a una chacra con vacas lecheras. Se encargaba de ordeñar y luego salía a repartir por Montecarlo. Dejaba la leche en cada casa y volvía en el sulky. Ganaba como para ayudar un poco a su mamá, Frida Wegert, y a sus cuatro hermanos.

Su casa en Misiones.

Cuando se murió la dueña de la chacra se fue a trabajar a otra casa, donde ayudaba a una señora cuyos hijos tenían un Taller Mecánico. Más tarde, pasó a un restaurante, limpiando la cocina y lavando platos.

Pero Laura no se conformaba. Quería irse lejos y olvidar algunos malos recuerdos. Así que un día, en una misa de la Iglesia Evangélica Alemana del Río de la Plata, escuchó al pastor que decía que alguien en el Valle del Río Negro necesitaba a una joven, que hablara alemán, para ayudar a una señora enferma.

La pequeña Laura

“Yo quería irme y las madres no les permitían irse a sus hijas, tenían miedo… Yo quería marchar lejos de mi casa, pero mi familia no quería, hasta que aflojaron y me vine”, cuenta Laura cuya es descendencia alemana. El camino fue bastante largo y la esperaba una casa de familia para trabajar:

“Primero a Buenos Aires, me pagaron el pasaje a una casa donde me pasaría a buscar Carlos Wiens que tenía la bodega por la ruta chica llamada El Roble. La señora era inválida, estaba postrada en su cama y, aunque su marido la cuidaba, la atendía, la sacaba a pasear, la llevaba a fiestas, necesitaban a alguien que les atendiera la casa y la ayude cuando el marido trabajaba. Tenían un hijo que hoy es etnólogo”.

Y así Laura llegó al Valle, un lugar frío y ventoso, tan distinto a su tierra natal. Quiso un día aprender folklore y pidió permiso a la familia para asistir al curso en la Municipalidad de Allen.

“Sería 1972 cuando empecé folklore, nos enseñaba el profesor Payote y otro de Buenos Aires nos tomaba los exámenes”, recuerda Laura. “Conmigo iba Cristina Eguinoa, Lalo Martínez… también conocí ahí a mi exmarido, Juan Benegas”.

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Marta Manzur

Laura trabajó y vivió con la familia Wiens por 3 años. Pero, según cuenta, después se casó y ahí se le acabó todo pues su esposo no le permitió continuar con muchas de sus actividades: “No sólo no me dejó continuar con folcklore, me prohibió ira al grupo de jóvenes de la Iglesia, porque yo pasaba los fines de semana en la chacra de Wolfschmidt. Allí teníamos un grupo con el que hacíamos dulces, orejones y varias cosas para después llevar a instituciones, internados, ferias… eran actividades solidarias que hacíamos con los chicos de  Wolfschmidt, estaba también Germán Keil y su hermana. También íbamos a misa, había una capilla ahí donde está ahora el asilo de ancianos”. Pero su marido no la dejó participar más.

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El lugar al que se refiere Laura es la chacra de uno de los primeros alemanes que vino a la región, Pohlomann:

“Era un hombre muy creyente y hospitalario. Aquí se encontraban los alemanes y asistían al culto que daba el pastor” recuerda Erika Girsh de Wolfschmidt. Erika nació en el Chaco y en la década del 50 se mudó a Allen. Uno los pastores que estuvieron a cargo de la Congregación de la Iglesia Evangélica Luterana fue Enrique Bösernberg, quien lo hizo por 18 años. “No eran pocos, relata Erika, y cuando llegue a Allen en el año 56, cerca del 80 por ciento de los alemanes del lugar eran de nuestra religión” (Susana Yappert, mayo 2006). 

Familias Spicer y Wolfschmidt

“También había empezado Corte y Confección en la escuela nocturna de adultos”, sigue enumerando Laura, “que funcionaba en el Mariano Moreno, pero quedé embarazada y también me lo prohibió. Cuando lo conocí él trabajaba en la bodega de Cunti, después empezó con Los Baguales, el grupo de folklore de aquellos tiempos. Eran varios chicos que viajaban a todos lados a bailar… También me prohibió hablar alemán… ¿por qué?  No sé, por celos, qué se yo…”.

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Benegas luego entró a trabajar en un galpón en Fernández Oro y después de nueve años de casados, el matrimonio terminó en 1982, cuando él la dejó por otra mujer. Para ese entonces, tenían ya tres hijos, Alfredo, Viviana y Betiana. Pero él volvía cada tanto, “decía que nos extrañaba, yo le creía y quedé embarazada de Fernando. Pero se fue de nuevo”. Y tampoco los acompañó económicamente y Laura tuvo que volver a trabajar.

Esos fueron tiempos muy duros. “Él entró después en el Banco Nación, como maestranza, pero no nos ayudaba. Así que comencé a trabajar en casas de familia. Llegamos a comer pan duro, mis vecinas me decían que tenía que hacer algo así me ayudaba, pues él tenía trabajo”, cuenta Laura, “Decidí ir al Juez de Roca. Era terrible, me trataba re mal, me culpaba de todo… los jueces no decían nada, yo me volvía en el colectivo llorando... después renunció al Banco y nunca más. Nadie me ayudó de su familia, nunca vinieron a ver a los chicos sabían que estaban todo el día solos, porque yo trabajaba todo el día, ni la abuela ni mis cuñadas, algunas vez, apenas me separé, trajeron algo, alguna leche... Yo jamás le pedí nada. Los crié sola. Yo acá no tenía a nadie, ni mamá ni familia, la única que me ayudó fue Raquel Iglesias, que es prima de mi exmarido. A ella el debo mucho, se merece lo mejor. No tenía obligación y sin embargo me ayudó apenas se enteró. Los chicos sufrieron mucho, pero más Betiana. Se enojaba y salía afuera, ¡¡hacía un escándalo!! Se desahogaba, pero yo la dejé dos o tres veces, después, a llorar adentro”, termina su historia riendo Laura.

Trabajó en la casa de Juanita Rodríguez, de Carbonell, de Polzinetti, de Pirucha Lorente, y de todos tiene muy buenos recuerdos. “Hace más de 18 años que viajo a Neuquén a trabajar en  la casa de Carmen Zuñiga. Ellos, que vivían al lado de Pascual, se fueron a Neuquén y me ofrecieron continuar. Me tienen toda la confianza, trabajo desde que los hijos eran pequeños, ahora son todos profesionales. Son re familieros, me ayudaron a superar muchas cosas”, dice afectuosamente. “Desde que entro hasta que me voy es pura jarana, hablar pavadas, la Sra. es pura charla, nos sentamos a la mañana a charlar, confía mucho en mí y nos llevamos muy bien. El marido y el hijo me hacen chistes y yo se los sigo”.

La mamá de Laura y su antigua casa en Misiones.

Así transcurrió su vida. De casa en casa, trabajando mientras los chicos crecían. Luego de separarse se quedó con la casa en el barrio Del Pino y sus cuatro niños. Nunca lamentó haber venido a vivir a Allen a pesar de estar sola, pues recibió ayuda de las familias con quienes trabajaba, de vecinos y amigos. “No lamento haberme venido, nunca se me ocurrió volver a mis pagos”, asegura. “Cuando llegué esto era  tierra, viento y frío, hacía como 8 grados o 9 grados bajo cero. Tan distinto... La gente de antes era diferente, en los vínculos especialmente. Ahora no hay tanta relación, antes la gente se trataba mas, los vecinos charlaban, se juntaban, hoy no se sabe quién vive al lado” cuenta Laura, nostálgica. “Compramos la casa en los 80”, continúa, “pero hoy apenas conozco los que viven en el vecindario, no nos relacionamos con los nuevos que llegan al barrio. Son muy distintos, cada uno hace su vida… no te registran cuando te los cruzas en el mercado. En mi barrio, también, hay mucha gente de afuera que viene a trabajar en la temporada de la fruta, pero tengo buen trato con mis viejos vecinos. Fernando quedaba solo, yo trabajaba y sus hermanos iban al colegio así que se iba a lo de un vecino, un rato acá y otro rato allá, todos me lo cuidaban. Pero hoy en los barrios ya no hay tanta solidaridad  y los vecinos nuevos no se integran”.

Laura terminó la escuela primaria en la Escuela Nocturna que funcionaba en la 153 en el año 88. Trabajaba todo el día, luego a la escuela y después a la confitería Entretiempo. Cuando sus hijos fueron al colegio, fue también un sacrificio: “Apenas podíamos sobrevivir con lo justo, debía priorizar la ropa y la comida. Compraba en la librería de Olazábal los útiles para la escuela, que era el lujo que les podía dar. Iba pagando en cuotas y una vez que les regalé unos juguetes, los primeros y últimos, los empecé a pagar como un año antes y después se los di. Me acuerdo que el más grande, que ahora vive en Viedma, quería un auto de esos eléctricos y no se lo pude comprar nunca. Pero hace un tiempo lo volví a ver, lo empecé a pagar y se lo regalé de grande. Siempre fueron muy buenos”. Y agrega: “Hoy los pibes manejan a los padres y ellos les compran todo lo que les piden. Yo no podía, se los decía, les decía qué era lo más importante y entendían. Se juntaban con los amigos en casa y lo que me pedían era pizza casera. Cada uno traía cosas, cebolla, harina, queso… y se divertían así... Hoy es distinto, los padres trabajan todo el día, como yo, pero los pibes nada que ver. Antes trabajabas y más o menos te alcanzaba, ahora exigen cosas que son imposibles de pagar con un sueldo y los padres, en vez de explicarles se empeñan, les compran muchas cosas y no las valoran. No hay respeto, los pibes mandan. Hay que hablar y explicar el esfuerzo que se hace, lo que es importante” opina Laura.

Y podemos decir que sabe de lo que habla, porque hoy tiene una gran familia con nueve nietos y dos bisnietos. “Son buenos chicos. Los tienen cortitos, los más chicos son sabandijas, pero no tienen maldad. Son respetuosos, hacen caso a sus padres y los más grandes son unos señores, la mayor es una señorita. No sé, hay información y la educación empieza por casa”.

Durante algunos años, Laura también trabajó en el Mercado Comunitario pero en 1991 cerró y reubicaron sólo a algunos. A ella la enviaron a la Escuela 23 de portera. Al momento de la entrevista estaba en la Supervisión de Nivel Medio (luego se jubiló). “Pasé las de Caín, pero tengo salud, tengo trabajo, mis hijos están bien. Yo siempre pedía a Dios que me permitiera llegar aunque sea hasta que Fernando fuera más grande” dice como volviendo a juntar coraje para enfrentar la vida.

Laura atesora algunas cositas “especiales” que heredó, tradiciones de la familia que quedó en los pagos donde nació. “En Pascuas se hacían los huevos vaciando y rellenado huevos comunes con maní tostado. Los molés y les agregás chocolate rallado y azúcar”, explica.  “Se hacían cuando éramos chicos, los escondían por la chacra y pasábamos toda la mañana buscándolos. Si llovía, los escondían adentro de la casa. Se comen con una cucharita. Yo se los hago a mis nietos. ¡Junto cáscaras todo el año!” dice divertida. “Otra tradición de los alemanes son los animalitos de azúcar”, sigue contando Laura, “algunos los venden ahora para Pascuas. También se hacía chucrut, pepino, jamón, morcilla, panceta ahumada, chorizo ahumado, una carne de cerdo que se freía y se guardaba. Nosotros todo lo guardábamos en una pieza en el sótano. Una vez nos mandaron a buscar y se había inundado el sótano, flotaba todo… y nosotros, que éramos chicos, lo usábamos de pileta, ¡¡nos tirábamos en el agua!!”.

¿Qué debería haber en Allen?, le preguntamos. “La gente debería ser más solidaria”, responde enseguida ella. “También necesitamos calles más limpias, más arregladas, en especial, en los barrios. Mi barrio paga impuestos como residencial y no tiene ni cordón cuneta ni asfalto, cuando llueve es un barrial”.

                           

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