Parte I – Legislar la prostitución: primeros gobiernos de Allen (1916-1936)
Sanidad e higiene para el "progreso"
En el titulo de su libro, María Galindo y Sonia Sánchez dicen que “Ninguna mujer nace para puta”. Es que, tal como lo analizan, la prostitución no es un trabajo sino otra forma de explotación. La prostituta siempre es mujer, es pobre y, generalmente, madre soltera. No es una trabajadora sexual como ciertas corrientes actuales las definen sino, como aseguran las autoras, una mujer “en situación” de prostitución.
“Todas las ciudades y aldeas tienen sus prostitutas. Su presencia desafía los siglos a pesar de los obstáculos puestos a su oficio (vestimenta, domicilio, salidas, impuestos). La presencia indefectible de las prostitutas y su sorprendente número demuestran el éxito general y su papel en la apertura a todos los niveles sociales, de las barreras de lo privado estricto”
George Duby
Ninguna mujer piensa para su futuro ser prostituta pues la prostitución es un acto determinado por una necesidad extrema. Y siempre en relación con los hombres. No sólo son los consumidores (sin ellos no habría comercio sexual) sino que además es otra forma de explotación relacionada con la institución del patriarcado y aquel “modelo de varón cuya sexualidad es un impulso de enorme potencia que debe ser canalizado, a través de formas que están socialmente legitimadas, toleradas e incluso estimuladas” (Lipszyc, C. 2003).
Por aquella “necesidad extrema” hay intercambio de sexo por dinero, lo que cosifica a la mujer y la coloca en un lugar de objeto, como si no fuera un ser humano:
“La mujer, desde la culpa original, de la cual parece nunca desprenderse, se hace merecedora, ante la mínima desprotección o ausencia de su marido-patrón-protector, de cualquier vejación o sometimiento” (Ferro, G. 2008).
Esta percepción se enmarca en una construcción histórica del espacio público y privado, que le determinó a la mujer el ámbito privado como espacio propio, de una supuesta “misión social”: ser madre, ser esposa, ser “ama” de casa. La prostituta entonces fue relegada al ámbito privado y escondida en un espacio reglamentado por gobernantes que bien sabían de su necesaria presencia. Debían subsumirla a la mayor invisibilidad pues eran mujeres cuya vida no era el mejor ejemplo para la sociedad urbana y moderna que estaban construyendo. Si una mujer debió luchar duramente a través de la historia para ser considerada y respetada, la prostituta ha debido luchar doblemente por su condición de mujer y por el lugar que ocupaba en el imaginario social.
“La dicotomía patriarcal que divide a las mujeres en santas y putas condensa mucho más que un simplismo clasificatorio. Opera como el telón de fondo de una serie de injusticias que, reiteradas y avaladas por la naturalización que se hace de la transformación de las diferencias (sexuales, en este caso) en desigualdades, se perpetúan en las representaciones imaginarias como verdades inamovibles” (Piola, M. 2008)
Nuestra ciudad formó parte del mismo proceso de construcción institucional que otras ciudades de la región. Todo estaba por hacerse y todos tenían bien en claro que debían legislar. La prostitución fue un tema importante para los primeros Concejos Municipales de la región y su control a través de la ley fue una decisión unánime de los gobernantes.
“Todo el mundo consideraba que era indispensable dar un cauce de salida a sus necesidades sexuales. Las casas de prostitución dependían de las municipalidades, de modo perfectamente oficial y reglamentado” (Duby, G. en Carrasco, O. 2000).
Las autoridades que llevaron a cabo la construcción institucional de las distintas ciudades del país y la región, decidieron que lo mejor era poner la ley al servicio de esta especie de profesión “secreta”. Preocupados por la llegada de contingentes de inmigrantes mayoritariamente masculinos, crearon comisiones de higiene y moral, consecuentes con la mentalidad de la época: la percepción de la sociedad como un organismo enfermo (Cammarota; C. 2008)
¿Qué era una prostituta para la ley? Tal vez algo así como un servicio, similar a un albañil, un abogado, un plomero… con la diferencia de que el servicio que prestaban las prostitutas debía “disimularse”. Sin embargo, sin eufemismos, las autoridades regularon la actividad “mas antigua del mundo” y obtuvieron de ella dinero que, unido a otros impuestos, sirvió para el desarrollo de los nuevos pueblos de la región.
¿Qué historia se animaría a afirmar que las prostitutas con su labor cotidiana contribuyeron al “progreso” regional? ¡Cuántos “prohombres” reconocidos por su aporte al desarrollo valletano verían “manchada” su obra al reconocerse el importante aporte del impuesto a las casas de tolerancia! La cuestión es que, en definitiva, a comienzos del siglo XX, la región era un lugar de intensa actividad, que recibía un flujo constante de poblaciones, una diversidad de gentes que pusieron en descubierto los problemas que provocaba la acelerada urbanización. La higiene cobró importancia en el país a finales del siglo XIX, se crearon departamentos y comisiones encargadas de centralizar una política estatal que articulaba “el cuerpo individual con el colectivo, lo físico con lo moral, la sanidad del cuerpo con la sanidad de la mente, la enfermedad con la ignorancia y la pobreza” (Cammarota, C. 2008).
“La vigilancia y la persecución de las prostitutas servían a diversos propósitos: definían los parámetros del poder entre los funcionarios urbanos, protegían la salud pública, aseguraban el orden, reparaban el comercio sexual del resto de las distracciones, reforzaban los valores patriarcales y de clase adecuados y determinaba la estructura de género en el trabajo urbano” (Donna, Guy, 1991).
El discurso higienista sirvió entonces para que la moral de la época tuviera asidero y controlara, manteniendo “a raya” (espacial y legalmente) a los sectores “insanos”. Las prostitutas fueron las últimas de una pirámide que además soslayaba los derechos básicos y fundamentales de las mayorías.
El período analizado es el momento de mayor preocupación de los gobiernos por la cuestión sanitaria y la “amenaza” de otros fenómenos relacionados con la urbanización como el crecimiento de la criminalidad, la necesidad de mataderos, cementerios o basureros, la potabilidad del agua, etc. Esto colocó a la medicina en el centro de las propuestas del Estado. La prostitución era reglamentada y con ello también se legalizaba el sometimiento ya que las prostitutas ejercían la actividad por necesidad y no como una forma de relación laboral ni de relación entre las personas como modo de vida deseable.
Finalmente, en 1937 el Congreso estableció la Ley de Profilaxis que determinó que quedaba prohibido:
“en toda la República el establecimiento de casas o locales donde se ejerza la prostitución, o se incite a ella (...) Desde entonces, en Argentina el ejercicio de la prostitución es entendido como un acto individual –el que no debe ni puede ser perseguido ni prohibido por el Estado- pero el sistema prostibulario queda expresamente prohibido y quienes lo sostengan, alienten o faciliten son pasibles de penalización” (Documento de Agrupaciones feministas, de derechos humanos, sindicales y sociales de Neuquén contra el intento de reglamentación de la prostitución por parte del Diputado Alejandro Calderón, diciembre 2010).
Sin embargo, las denominadas Casas de Tolerancia continuaron funcionando en la región hasta la década del 60’, cuando finalmente comenzaron a cerrar sus puertas.
Continúa: Parte II