“Coca” Toranza
La llaman “Coca” Toranza y recuerda que su casa, en la calle San Martin, era un lugar todo poblado de viñedos con “unas pocas casas, bastante distanciadas entre sí”. Era el contexto ideal para salir y juntarse con vecinos, máxime si pensamos que las Toranza eran 7 hermanas. Todas se llevaban unos 2 años de diferencia. Coca nació en el Hospital Regional de Allen, aquel que ella recuerda como “una ciudad dentro del pueblo” pues toda su niñez veía la hermosa granja que existía en el predio, con sus galinas, vacas, caballos y un encargado que con su carrito iba de un lado a otro, cuidando de todo (Entrevista de 2009)
El lugar era también un misterio para ella cuando de pequeña veía a esas mujeres todas de blanco que entraban y salían del lugar. Fue “maravilloso” para ella ver la evolución del edificio, los directores que vivían en las dependencias de arriba y esa atracción fue impresión cuando vio, en dos oportunidades, que el Hospital se incendiaba. No había bomberos y la sirena, que sonaba “todos los días a las 8, 12 y a la tarde” (N. del A. de la Fabrica Bagliani), llamó al camioncito de la Municipalidad, que manejaba don Córdoba pidiendo socorro". Después vinieron los bomberos de Cipolletti pero Coca recuerda que fue “fantasmagórico, se cortó la luz y la gente que tenía autos vino a alumbrar para que los bomberos pudieran trabajar”.
Los Toranza vinieron de Catriel, papá Ramón era policía y conoció a Adela, hija de Pablo Lobos uno de los pioneros de Catriel. Todas, menos Coca y otra hermana, nacieron en distintos lugares de la región pues “a papá lo trasladaban de un lugar a otro”. Al llegar al pueblo vivieron en “el rancho de la familia Medina, en la esquina de San Martín y San Luis. Un lugar de techos a dos aguas de paja y de barro, donde venían a parar las familias más humildes que llegaban en esos tiempos”. Recuerda que ser pobre era no tener algunas cosas como otros tenían, por ejemplo el confort de una heladera, “los alimentos se conservaban en fiambreras de madera con tela metálica y se colgaba a la sombra, unos pocos tenían heladeras así que para las fiestas se compraban barras de hielo y se hacían pozos en la tierra a los que llenaban con aserrín. Eso mantenía las bebidas frescas”.
Fue una infancia linda, “sacrificada, pero linda, pues el niño era niño aunque apenas comenzabas a crecer ya tenías responsabilidades. No sé si en todas las familias era así, pero en casa era medio régimen de policía como mi papá, y como mamá venía del campo, tenían una mentalidad muy cerrada”. “Empecé a vestirme de señorita cuando empecé a trabajar” cuenta Coca, “como me pagaban, yo le daba una parte a mamá, otra parte era para pagar un curso de dactilogafía, con la Srta. Cavib que se dictaba en una oficina arriba del cine San Martín, y con la otra parte me compraba ropa. Y ¿qué me compré yo? Me quería hacer un vestido 'escotadito' porque una de mis hermanas era modista y me hice uno con un escote y unos moñitos. ¡Uy mi viejo! Cuando lo vio, ¡puso el grito en el cielo! Tenía que salir con un pullover y después cuando llegaba a la esquina me lo sacaba”.Fueron a la primaria sólo tres hermanas, iban a la 64 “que estaba entre Chiche Evangelista y la Shell, hasta 4° grado pero no era tan accesible como hoy, el que quería iba y si no, no. Trabajar era primero, pero mi papá policía, tenía un poquito más de preparación y nos mandó. Mi mamá era analfabeta, pero papá sentía que era una obligación. Después de 4° grado pasabas a la escuela 23. Mi sueño era tener unos zapatos para ir a la escuela, chatitas les decíamos, pero a mí me compraban unos zapatos ‘Siete Vidas’ para todo el año, que parecían 'matasapos', eran marrones con un botón y una suela gruesa. Los lustraba para todo, si había fiesta, para la escuela, y no te compraban otro en todo el año” recuerda con gracia Coca.
También se acuerda de cómo era pasar a una nueva escuela en el pueblo: “A la escuela 23 íbamos las que salíamos de la escuela 64, que era la del barrio, gente más humilde, pero allí nos encontrábamos con otras chicas más o menos”, explica Coca. “Las que íbamos del barrio éramos unas pocas, apenas dos o tres y yo… les miraba los zapatos… había una chica, Svampa, pelirroja y muy bonita, parecía una muñeca y llevaba todo lo que le regalaban cuando era el cumpleaños y una vez le regalaron unos zapatos, ¡qué hermosos! Eran color tiza, no tenían esa famosa tira arriba, adornados con flores caladas, una maravilla. Pero no había caso que mi viejo me comprara otros zapatos. Eran siempre los Siete Vidas y las medias “Carlitos” tres cuartos, marrones con unos hilitos como de sedita, ¡¡feísimos!!”.
A la escuela había que ir de guardapolvo, blanco e impecable, pero lavar, planchar y hacer todas las tareas del hogar no era tan fácil por aquellos tiempos y Coca hoy en retrospectiva piensa: “¿cómo hacía mi mama? Cuando me levantaba, el guardapolvo estaba lavado, planchado y colgado en una silla, impecable. ¿De dónde sacaba tiempo? yo me acostaba cuando bajaba el sol y ella no había llegado del trabajo todavía…¡¿de dónde sacaba agua?! Vivíamos en un rancho, no había luz eléctrica, ni agua corriente, el agua la pusieron después, donde esta ahora la Carnicería Gustavito que fue la primera canilla e íbamos a buscar el agua en baldes al canal o si no al tanque de la Estación”.
Coca se acuerda también del sacrificio que tenían que hacer las familias, especialmente las más humildes para ir a los desfiles: “¿Cómo hacía mi mamá? Que sí o sí se hacía el desfile y el acto y que sí o sí tenían que ir los niños y las maestras, porque era un compromiso cívico. Y mamá, que me hacia el guardapolvo con una tela que decía que se llamaba ‘uso domestico’, blanca y gruesa, hasta le hacía unas tablas y todo. Cuando era 25 de mayo así cayeran cubos de hielo, tenías que ir con guardapolvo, sin saquito ni nada, ella dejaba todo impecable. Planchaba con plancha a carbón, hacía un fuego afuera, unas brasitas que aventaba un poco y con eso calentaba y planchaba la ropa. No sólo de la casa, sino también la ropa que planchaba para afuera ¡Los trajes de hombres!”. Para las tareas domésticas habían trucos y Coca se acuerda que su mamá: “limpiaba las manchas de grasa de los trajes con yuca, una planta que hoy usan como ornamental y que tiene una hoja larga con espinas en la punta. Ella sacaba la hoja, la machacaba bien y la ponía en un plato, arriba de la cocina a leña, salía como una espumita, como jabón y con eso sacaba las manchas, con un cepillo de cerda, y después planchaba”.
“Mis hermanas se fueron a trabajar a casas de familia Buenos Aires”, cuenta, “Venían las señoras, veían a las chicas y les ofrecían ir para allá. Luego volvían para las fiestas. Mis hermanas se fueron y algunas hicieron su vida allá”. Terminar la escuela era un privilegio, pero Coca lo logró. Para su familia fue un orgullo y le abrió nuevas posibilidades. “Me tomó un Sr. que fue uno de los primeros que insertó la publicidad callejera. Cudemo era locutor y trabajaba en la publicidad parlante que tenía Allende, un estudio chiquitito que estaba en la calle Alem, enfrente del Hotel España. Como había pocas mujeres que hubieran terminado la escuela le dijo a mi papá si yo podía trabajar con ellos y aprender el oficio ¡Tenía 12 añitos!” dice, sorprendida hoy por su corta edad. “Empecé de locutora” sigue contando Coca, “me enseñó los tiempos en la publicidad, cómo separar las tandas, no mezclar los rubros, a pronunciar en inglés. Poníamos para abrir la marcha Capibarí ¡no me la olvido más! Trabajé unos 2 años y tenían un cochecito y hacíamos publicidad móvil. Publicitábamos a los negocios de Allen, ‘Casa Safi’, ‘Tienda Saul’, ‘Fefer’”. También recuerda que hacían la propaganda del histórico ‘Cine Lisboa’, “¡ahí se puso de novio medio Allen!”, dice entre risas.
Mucho trabajo, pero ¿qué hacía Coca en su tiempo libre? Según ella, no había “muchos lugares para que la mujer se divierta. El Cine Lisboa, adonde ibas a la matinée o a la noche, la confitería de Merodio y los bailes populares en Alto Valle o Sociedad Italiana y los de gala, que se hacían por alguna fiesta o aniversario en el Club Social o el Salón Municipal”. Pero en el día a día también había lugares de reunión: “se iba también a la plaza y un punto social siempre fue la Estación, adonde íbamos las chicas y esperábamos con ansias todo el año, pues venían de otros lados, del norte, para la cosecha. El tren pasaba a las 8, me acuerdo de la locomotora a vapor, la esperábamos y cuando llegaba entraba tocando bocina, y lanzaba el vapor, ¡era re lindo!”, cuenta con cariño, “También recuerdo los avioncitos que pasaban cerca de la bodega de Biló, publicitaban una yerba llamada Sapag y escribían en el aire… todos corrían, grandes y chicos para verlos, era todo un salitral ahí. Podías subir y te llevaban a dar una vuelta”.
El trabajo daba cierta independencia, pero para emanciparte había que casarse. “Yo me casé a los 15 y dejé de trabajar. Mientras trabajé en publicidad yo era una señorita del pueblo y tenía varios pretendientes” recuerda orgullosa Coca. “Elegí uno, pobre, ¡como yo!”, dice riendo, “andábamos a escondidas, en Güemes, Quesnel, Libertad y San Martín había un aserradero y era villa cariño porque iban allí los novios para que no los vean. Porque si tenías novio te tenías que casar. Yo era medio inconciente, tenía 14 años, y pueblo chico, infierno grande, un día se enteró mi viejo”. “Yo le tenia respeto, no miedo”, explica, “éramos hasta medio adelantadas para la época, lo tratábamos che, che papá, che mamá. Éramos modernas, pero bueno, obviamente tuvo que ir a pedir la mano. Mi vieja, ¡pobre! Tremendo, tenía que suavizar a mi papá porque con 7 hijas mujeres, cada vez que una metía la pata era mi mamá la que ponía la cara. Yo era muy chica, una nena para el día de hoy, pero era madura para muchas cosas. Pero no sabía nada. Te casabas y te ibas, así era antes. La cosa es que Ernesto Martín, mi novio, con sus 19 añitos fue a casa a pedir la mano después de que mamá le hizo el entre a papá, que en la punta de la mesa, con su estructura inmensa, negro y grandote, lo miraba, mientras Martín le decía que andaba de novio conmigo y que se quería casar”, cuenta divertida mirando la situación tantos años después, “dijo que podía mantenerme, que era albañil que trabajaba con fulano y qué se yo. ¡Después pasamos un hambre!”
Y así era, te casabas y tenías que irte, entonces la pareja de recién casados se fue a Cinco Saltos donde Martín consiguió un trabajo en un galpón, “y sobrevivimos ahí” dice Coca, pero volvieron a Allen a vivir con sus padres cuando quedó embarazada. “Mi hija nació también en el Hospital y ahí estaba, como partera, doña Dominga Resa y Rosa Corazza, una enfermera grandota, con su cofia y toda de blanco, impecable. ¡Medio que te daba miedo! Parecía de esas enfermeras alemanas de las películas” relata entre risas. Cuando mi hija tenía unos 2 años volví a trabajar, en galpones y no paré más. Estuve casada 10 años hasta que me separé, antes no te divorciabas te separabas y chau. Te separabas y quedabas marcadas por la sociedad para siempre porque enseguida la idea era alguna macana se mandó esta mujer, siempre la culpa era de la mujer. En realidad, nos separamos pues nos casamos muy jóvenes, no vivimos nada nuestra juventud”, explica Coca, “Yo era chica y criaba una hija con 15 años, mi marido comenzó a trabajar con los González, Antonio, Cholo, Filin, ‘los Gonzalitos’ y todos los amigos eran solteros, entonces, empezó a salir”. Recuerda que Martín "comenzó a trabajar de fotógrafo con Tito Langa, que era un encanto, con un mechón blanco sobre la frente. Eran amigos y Martín sacaba fotos en otros lados y Tito le revelaba. Un día me pide que le busque unos rollos y no me voy a olvidar nunca la cara de Tito!!, porque no me las quería dar pero me las dio. Llego a casa, las miro y ahí estaba la prueba del delito, metió la pata haciendo sociales en Roca…”.
En los tiempos de Coca la fruticultura era diferente, “no había frigoríficos, así que la fruta se mandaba en vagones sin refrigerar, se trabajaba, se cargaba en el día y se mandaba” explica. Dice que en su opinión los frigoríficos terminaron los buenos tiempos, que le jugó en contra de la economía porque los chacareros pudieron esperar. Se comenzó a trabajar sólo dos meses y después todo al frigorífico, donde “se trabaja la fruta del frío, ya sin apuro y no necesitan tanta gente y pagan por día”. “Yo trabajé bastante tiempo en galpones, desde los 19 años” y por eso habla desde su experiencia, “trabajé en el galpón de Tarántola, de Bizzotto, en realidad eran todos uno, después Polio y luego ya me fui a trabajar al Hospital”.
Coca piensa que haber entrado al Hospital le dio esa estabilidad laboral que el galpón no le permitía pues “las firmas cambiaban y uno ni se enteraba, no tenías seguridad de que te fueran a tomar al año próximo. El sueldo en el Hospital era seguro, la cosecha y todo lo que significaba era por poco tiempo, pasabas todo el año sin trabajo”. En el Hospital el trabajo era diferente “un ambiente lindo pues sociabilizas con gente, los que trabajan y los que vienen a atenderse, después te conoce todo el mundo”.
Pero también en esta institución hubo tiempos difíciles. “Durante la dictadura yo ya trabajaba en el Hospital y recuerdo que con la Guerra de Malvinas estábamos obligados a formar grupos para ir a la guerra. En Allen ya había un grupo y nos habían dicho:’ preparate todo lo que puedas necesitar, tené listos elementos mínimos para sobrevivir pues cuando te avisen tenés que ir, no podés rechazarlo. Estabas designado y tenias que ir, así era todo en la dictadura, por eso la llegada de la democracia se vivió como muchas expectativas y esperanzas pues la dictadura marcó a todos los argentinos y dejó marcas para siempre en la historia de todo el país, no se va a borrar nunca”.
Y así recibió también Coca la democracia y en los años ‘80 empezó a participar en política gremial: “me afilié al gremio, el único en ese momento era UPCN que sigue y nuclea a todos los empleados públicos. Empecé como delegada de base, representando a mis compañeros por dos años, estaba Arca que se mantuvo bastante tiempo y luego Scalessi. Después con otra conducción, entré ya a representar a todos los empleados provinciales, en mesa directiva”.
Así es Coca Toranza, una mujer que superó muchos obstáculos de su época, que fue madre, trabajadora y esposa pero también se divirtió y hasta militó en el gremio. Es un mujer cuya vida nos cuenta de una época y cómo se fue, empujada por nuevos vientos de cambio.
Y Coca hoy trae sus recuerdos con cariño y humor y piensa cuánto esos vientos cambiaron su propia vida.
Entrevista realizada por Florencia Barrera. Texto María Langa/Graciela Vega
leo la historia de Coca y cuantas cosas en común vivimos!!! me sonrio cada vez que leo algo que yo también viví, y pienso, cuantas cosas pasaron , de nombre la conocía, pero tuvimos las mismas experiencias en muchas cosas…pasar de una escuela a la 23 después de 4º grado, ir al cine Lisboa, la propaladora con la voz del Sr. Cudemo, ir a ver el tren como paseo, ¡cuantas cosas en común!!! debimos haber tenido la misma edad, más o menos… y si, no teníamos comodidades pero lo que ella dice del guardapolvo blanco aún en invierno y no poder ponernos arriba un abrigo en los festejos era cierto y lo de las medias tres cuarto también….en fin me veo reflejada en esta historia de vida..muy buena Coca!!!
Viste Mavis que bueno esto de reconocerse en un tiempo en que la cultura marcaba el paso a casi todos, de una manera casi uniforme. Por suerte los cambios ¿no?, mas allá de la nostalgia, a Coca se le siente al hablar (en la entrevista) ese amor por lo vivido, el rescate de valores, pero también algo de gusto por las trasnformaciones que la impulsaron a la acción; Coca es una mujer «sin edad» (aunque debe estar llegando a los 70 o ya los tiene), respetuosa de los jóvenes que la rodean, hijas, nietos… en fin, de los «nuevos vientos». Saludos y gracias por tu comentario!