Viudas de cuerpo ausente

    - Pero déjeme que lo mire, mozo… ¡qué churito que había sido!  Mucho más lindo que en los daguerrotipos. ¡Y qué alto está! … Pero usted va a decir, esta vieja zonza…  Acá lo tengo plantado en el zaguán, riéndome y llorando a la vez… Mire que venir a conocernos recién cuando usted ha cumplido ya los catorce años. ¡Pase, pase, venga!  Vamos para la salita.  Ah sí, un poco me cuesta andar ya… -  Qué lindo que haya venido solo, antes que su padre y su madre, así charlamos tranquilos los dos. Ya sé que todos desembarcaron bien, y ellos necesitan descansar un poco más. -  Me gusta oírlo hablar, querido. Pensar que tanto argentino pretencioso se desvive por chapurrear un mal francés, y usted que nació en Francia habla como un criollo hecho y derecho. -  Le agradezco el cumplido, pero no me diga “doña Guadalupe”.  Para usted soy la abuela Lupe, abuela Lupita, o abuela nomás.  Doña,  desde ya que no. Pero Guadalupe, es la primera vez que alguno me llama así. Es un nombre que está como nuevo, como un ajuar antiguo de esos que quedan muy blancos, guardados. Pasa que de chica y de muchacha todos me decían Mariquita. Y su abuelo me llamó siempre así, "mi Mariquita". Pero mire qué curioso; en cuanto él se fue, ya me empezó a incomodar que alguien me usara ese nombre. Como que había sido una palabra de él y mía, nomás. Ni a mis cuñadas se lo aguantaba, aunque fueran hermanas de él. No, ni a las chicas, le digo. Peor, a la gente, los conocidos. Con qué permiso, con qué derecho. Y menos, cuando vinieron con la noticia de que él no estaba más, no iba a volver. -  Cierto, esos fueron los días más terribles, te podés imaginar... Bueno, ya te estoy tuteando. Aunque si vamos al caso, desde que él subió al barco, todos los días restantes han sido insoportables.  Desde ya, los miro a vos, a tu padre, y es una alegría, es como ver un poquito de él. Pero a la vez el dolor de que me falte. Y los primeros días fueron los peores, hasta aprender a disimular un poco. Todos, además de apenados, estaban extrañados. Extrañados porque no se me pasaba la loca; no aguantaba que me dijeran Mariquita; los despedía gritando. Por eso te agradezco que me llames Guadalupe. Pero mejor, ya te digo, abuela Lupe. -  Ahora lo de doña... Eso no,  mi hijito,  eso dejáselo a otra clase de gente. Don Fulano, doña Mengana… querrán dárselas de hidalgos  Gente que todavía no se enteró de que se terminaron los señorones; y eso que van para cincuenta años. Siguen teniendo humos y aires de chapetón, una los ve. Marqueses por fuera ya no los hay; pero no sé si no es peor ahora: lo son de adentro. Y eso, cómo se hace para sacarlo. No hay cómo arrancarse al señorón de acá, del pecho. -  Y sí, te explico, por ejemplo… yo en ese entonces la criticaba a la gata flaca. Perdón, qué vas a pensar... Quiero decir  la mujer del Presidente, la Saturnina Saavedra. Se hacía titular Primera Dama de América. Cascarrienta...  Primera, de dónde.  Desde dónde se mide quién es la primera. Por qué ella, y no alguna pobre chola que le dio su pan, su paz y su cama a un soldado patriota; todo lo que tenía, empezando por ella misma. Pero si la Saturnina no se había percatado de que las cosas ya no eran más como antes, tenía su disculpa; apenas si habían pasado unos meses de la revolución. Para más, que era un esperpento, la pobre: no podía hacerse la linda, así que por lo menos se hacía la importante. Qué le ibas a pedir. Pero que ahora las haya que andan levantando la cola y mentando ejecutorias, después de tantos años... Así que doña, no, mi hijito, doña no. - Mejor te preparo un matecito, ¿querés? Ya tomás mate, qué bien. Cuando nos vinimos a vivir a Buenos Aires con tu abuelo - se me hace raro llamarlo abuelo,  yo lo veo siempre joven-,  cuando vinimos acá, él y yo tomábamos chocolate. Pero pronto cambiamos la costumbre.  El mate despeja, decía él; haceme un mate, Mariquita. A él también le gustaba otra cosa del mate: que se pasa de uno a otro; hay que estar prestándose atención, decía.  Perdoná un ratito, voy a la cocina, acá al lado, a prepararlo.  ¿Amargo o dulce, m’hijo? - Tiene su historia este mate, ya lo verás. Lo uso en las grandes ocasiones, nomás. Se lo trajo de regalo Juan José, el amigo Castelli.  Del Alto Perú, fijate que está el portal de Tiahuanaco. Es de mayo del 11, cuando declararon la libertad de los indios allá en mi tierra. Digo mi tierra pero qué tierra voy a tener yo, si para mí no hay más tierra que la de mi hombre y él ya no está, ni en el polvo de Buenos Aires está... Pero bueno, volvamos al mate; cómo se pierde esta vieja, dirás. Cuando lo tuve en mis manos, ya sabía que él no había de volver. - Ah, estás mirando esos retratos en los relicarios. Las mujeres son mi madre y mi hermana. Se nota la misma sangre, ¿cierto? Las pobres... Murieron tísicas las dos, allá. Y por poco en la calle. Yo las ayudaba, lo poco que podía: unos pesitos y no siempre, imaginate. Cualquiera habría dicho que con el marido que yo tuve me iba a sobrar la plata: inteligente, trabajador, un abogado brillante. Pero ya lo decía siempre él: la Patria paga en dolores, y a la larga con loores; pero estos después de muerto, Mariquita. Pasa que nosotros vinimos a molestar a los de vida tranquila, decía; tienen que ponerse a pensar y a elegir, tienen que contribuir a lo que es de todos; no pretendamos que además nos agradezcan y nos paguen; bastante con que nos aguanten y disimulen. Así decía tu abuelo. - Volviendo a mi familia, fijate que todas hemos tenido la misma condición. Moreno me piropeaba en broma: te quiero por las tres efes, y se reía. Flaca, fea y fogosa. Yo me hacía la que me enojaba y él se reía más, insistía: por eso te quiero, por las tres efes. Qué felices éramos, hijito querido. Para él todo tenía que ver con América; y lo que no, pues no valía la pena. Que yo era bien americana, me decía, por eso de las tres efes. Que las diosas del Viejo  Mundo eran por demás gordas, se iban en vicio. Pero América es como vos, Mariquita: un esqueleto ardiente y unos ojos que no te dejan en paz. Sos como esas diosas de los indios, tan magras; o como las Vírgenes de América, esas de vestir, un ropaje encima de un palito.

- ¿Está bien así el mate? Los del retrato más grande son mis suegros, los buenos pobres viejos, María y Manuel.  Ellos al principio habrán pensado que esta niña les había descarriado al hijo. Natural, ¿no? Lo mandan a estudiar para cura, y vuelve abogado; y a más, casado con una casi novicia; y a más, con un hijito en camino! Pero a poco andar se dieron cuenta. No era yo, aunque algo tuve que ver: era su América la que lo había cautivado, quizás hasta en mi cara. -  Yo le decía que él se enamoró solo, sin que yo me enterara. Y claro, si fue ver mi estampa en un relicario, en el escaparate de un platero en Chuquisaca, y ponerse a averiguar quién era esa niña, dónde vivía; no descansó hasta enamo-rarme. Y fíjate que yo tenía catorce años nomás, y estaban por mandarme a un convento.  Pero conociéndolo a él, qué convento ni convento.

- Dirás qué poca cosa esta abuela, querido. Mirame yendo y viniendo para cebar el mate, para arreglarlo, para volver a calentar el agua... En otras casas vas a ver que de estos menesteres  se encarga la negra;  aunque más no sea para hacer notar que hay negra. Pero veo que te han criado bien, acostumbrado a no tener sirvientes. - Nosotros tuvimos negros, en un tiempo. Más de uno, me vas a creer... Moreno trabajaba bien en su bufete, y quiso darme ese pequeño lujo: una negra ya grande, un negro, y un chiquito.  Él decía en broma que por primera vez en su familia, había más de  un moreno a la vez.  Yo no hubiera querido que los comprara, y después me encariñé; cuando se enfermaban, los cuidaba como si fueran mis parientes. Después, en los tiempos malos, hubo que venderlos. Tuve que vender muchas cosas: mirá, de las sillas finas que teníamos quedan nomás la que usaba Moreno, ahí donde estás sentado vos - (yo me remuevo un poco, tan orgulloso como súbitamente incómodo) - y esta que uso yo. Pero los muebles fueron lo de menos; en cambio los negros... lloré el día que se los llevaban. Además, te imaginás el comentario de las cacatúas. Pronto dejé de pensar en el qué dirán; pero todavía extraño a los pobrecitos vendidos. Me vine a acordar de algo que él me dijo una vez.  Mirá si serán años: andábamos de novios;  pero es el día que lo escucho, cuando me decía que el que esclaviza a otro se esclaviza a sí mismo, porque no puede tener ideas de libertad. Y qué peor servidumbre, Mariquita, que tener engrillado el pensar... Ya entonces me trataba de vos y no de tú; aunque estábamos en Chuquisaca, él ya me estaba trayendo para acá con el modo de hablar. Así que cuando compramos a estas criaturas, nos dijimos que era para tratarlos como personas libres; pudiendo, un sueldito les íbamos pagando. La idea era que después se instalaran por su cuenta. Pero todo se dio vuelta, para mal.

María Guadalupe Cuenca. Esposa de Mariano Moreno

- Vos ya sabías cosas del país, ¿verdad?  Tus padres estaban allá, pero se anoticiaban de todo, era como si vivieran acá. Y vos, que ahora lo estás mirando por primera vez, ¿qué opinás de todo esto? - Sí, sólo has visto Buenos Aires. Pero hazte a la idea: Buenos Aires es el compendio del país: de lo malo y de lo bueno. Acá están mezclados el fuego y la escoria. Yo le tengo amor y odio. Es la ciudad de mi Moreno y de sus mejores amigos, Belgrano, Castelli. Pero cómo los trató, a los tres, y a los que fueron como ellos. Mirá cómo nunca lo quiso a San Martín tampoco. Me parece que a la hora de elegir, esta ciudad se queda con el pretendiente más rico, y no con el más capaz y valeroso. Me da pena por tu abuelo y sus amigos: hicieron tanto por la patria nueva, para que al fin se aprovechen cuatro mercachifles y cinco hacendados que manejan todo desde acá. -   Pero te seguiré fastidiando: decime en confianza, qué te parece lo que ya has visto. No importan los pocos días, porque ya veo que tenés mucho criterio. -    Ah… entiendo. No has visto estancieros por la calle, porque ahora se visten como los doctores, hijo. Hasta hace poco, en todo el tiempo de Rosas, era al revés: los doctores procuraban vestirse como estancieros: sombrero panza de burro, chiripá, chaleco colorado; y si andaban de a caballo, mejor. Ahora en cambio todos son doctores, y los tenderos no dan abasto para conseguir telas azules. Y habrás visto unos cuantos militares también, ¿cierto? En cualquier momento, hasta a tu padre le zampan unas charreteras. ¡Y pensar que de chico temblaba cuando los godos nos bombardeaban desde el río!  Hacían más ruido que daño, pero intimidaban. Tuve que llevarlo a la casa de los abuelos, más lejos del ruido.  Pero esto de los militares… a tu abuelo le daban recelo. Uno de estos días alejate del centro, hijo, date una vuelta por los cuarteles de barrio, hasta los corrales, las quintas.  Verás otra gente. En otro tiempo les decían la chusma, los orilleros.  Ahora no sé, no sé si no tienen mejor noción de la libertad que la gente fina del centro. - Ay querido, el país no es ni hermoso ni mío. Al país, lo que se dice al país, yo lo odio; es todo estancias, vacas, botas, plata y presunción.  La ciudad, esta ciudad, es una feria, y el campo una jaula de peones. La Patria sí, es hermosa; pero ella no se lleva bien con el país. No sé si ahora tenemos de verdad Patria, o cuándo la volveremos a tener. Pero tendrá que ser siempre así, no? - No sé si se entiende lo que digo… Fijate que  hasta yo he tenido que pele-arme con el país, yo que no soy nadie, para que no se perdiera la Patria. Igual-mente la perdieron, y más de una vez. Pero a Mariquita Moreno el país no la compra. He vivido al salto, por ese motivo. Te voy a contar algo. - Los primeros años de viuda fueron difíciles.  Despreciada y pobre, tuve que ir vendiendo cosas para poder vivir y darle de comer a tu padre. Por eso me calentó lo de los azotes.  Te diré que por entonces los  curas eran más importantes que ahora. Y el que tenía de alumno a Marianito, tu padre, un tal cura Mendoza, no va y me lo azota.  Desde ya que otros lo hacían también, curas o no. Ahora, este castigo era en realidad a Moreno; era para desquitarse del apellido y del nombre de él, y de la Revolución, que estos no perdonan. Pero para mí, en la Patria no puede haber azotes. Ni por poco, ni por mucho. Y menos a un chico. - Entonces Fray Cayetano tenía que ver con el gobierno. Buena gente, sí; de esos que por lo menos no administran para ellos mismos. Pero gobiernan para el país, y no se dan cuenta. Gobiernan lo que hay, y para lo que hay nomás. A veces a la buena gente hay que fastidiarla para que haga lo que es debido. Y yo lo fastidié al buen fraile Rodríguez. Mientras haya un chico azotado y alguien que puede azotar, le dije, esto no merece llamarse Patria. Y no vas a creer: de ahí vino que la Asamblea prohibió esos castigos en la escuela. Al final, yo ya no estaba hablando por mí ni por tu padre. Sentí que estaba hablando y peleando por Moreno, por lo que él quería; si algo quedaba de Moreno, era en mí y en mi enojo, en este pecho, en esta boca. Perdoná, me apasioné otra vez. - A los días, el cura Mendoza la emprendió de nuevo a los azotes con los chicos. Pues de resultas, a Mendoza lo multaron, lo sacaron de maestro y lo mandaron a hacer penitencia en un convento. - Sí, ya podés imaginarte, la de comentarios que hubo. ¡El pobre padre Mendoza, perseguido!  Hay quien prefiere que le castiguen a un hijo, antes que arriesgarse un poco por la libertad.  Ya sé, hablaban de la loca de Mariquita; pero no me importa el escarnio; se condenan solos con ese insulto. Sensato es ser colonial; la Patria es loca como yo, y a mucha honra.  No tiene paz con nadie. Y una escuela donde se azota de alguna manera, no es una escuela de la Patria. -    Pero hay cosas que tengo que contarte; porque si no es ahora, algún día las vas a querer saber. Aparte que a  mis años, no conviene dejar temas para después. Esperá un momento, acá en el armario hay algo que quiero que veas, en esta caja están. -    Sabés… estas son las cartas que le escribí a tu abuelo, sin saber que él nunca las iba a recibir. Él era el mundo para mí: la familia, el novio, el amante, el marido, el modelo de lucha, el patriota… cuando se fue él, no me quedaba nada. Y cómo podía hacer yo para sobrevivir. -    Quise compartir con él todo lo que pensaba, todo lo que soñaba, todo lo que deseaba. Si me lo hubiera guardado, me habría vuelto loca. Lo que me salvó fue escribirle, escribirle sin parar, escribirle todo lo que se me cruzaba por el corazón y por la cabeza. -    Tenés razón; también con ustedes he sido de escribir mucho. Marianito dice que las cartas que le envié desde que se fue allá a estudiar son un noticiero crítico de política y de costumbres, como las notas de Figarillo. Y cuando tu padre se casó, empecé a escribirle a tu madre también. Y alguna vez nos hemos escrito con vos: ya sabés cómo me gustan las cartas tuyas.

Mariano Moreno

-    Pero escribirle a Moreno era para mí tan preciso como respirar. -    Todas estas cartas salieron de aquí y llegaron a Inglaterra. Las trajo de vuelta, en sus sobres cerrados, tu tío abuelo, Manuel. Quiero que ahora te las lleves vos, que llevás el nombre de tu abuelo. No hay otra herencia de este linaje, hijo. Encima el nombre, al igual que tu padre, lo llevás en diminutivo, Marianito. Como si todos supiéramos que después de aquel Mariano Moreno, imposible que haya otro. -    Pero hay una carta de distinta condición, hijo. Esa carta nunca se la envié a Moreno. Me pareció que iba a ponerse demasiado triste al leerla. Única vez que escribí algo y no lo envié.  Después me dijeron que justamente ese día, quizás a esa hora, él había muerto. Aquí está, cuarenta y tres años después, y nadie la ha visto. Tomá, leela vos. "Y ya es cuatro de marzo; parece mentira, tanto tiempo sin saber de vos. Nunca tanto; nunca fue más de un día, desde que nos conocimos, te acordás Moreno. Pero ahora van treinta y nueve días. ¡Treinta y nueve! Se hacen largos como años, Moreno. Ya estarás llegando a Inglaterra, o te habrás instalado allá; pero cuidado si pensás olvidarme, porque hasta en sueños te sigo y sé lo que hacés. Para que veas, te voy a contar lo que me pasó hoy". "Me quedé un rato más en la cama, porque había pasado muy mala noche. Me parece que estuve con fiebre. Eran como las ocho de la mañana cuando volví a dor-mirme; soñé que te veía, pero de lejos, y que te estaba abrazando alguna, creo yo que alguna, vestida con tules y de ojos grandes, todo gris y verdoso, los tules y los ojos, y que medio te envolvía... Cómo me hiciste llorar, Moreno; a ver si ya estás en otro abrazo, y creés que es mejor que el mío". "Pero son cosas de loca las que te digo, perdoname. Vos sabés que con Moreno sólo cabe volverse loca. Yo no sé qué hacer con vos; nadie sabe qué hacer con vos". "Lo único que yo sé es quererte; y eso, nadie sabe hacerlo. Ahí está la diferencia, Moreno; yo he aceptado quererte; yo me dí toda; yo me dejé volver loca. No hay nadie que pueda igualar en esto a tu Mariquita, nadie. No hay nadie que pueda y quiera abrazarte como yo lo haría ahora, para siempre. Toda la vida abrazados, y toda la muerte." - Ay, mi querido, te hice lagrimear, perdoname otra vez.  Pero es cierto, hijo. Yo hubiera querido tener su cuerpo. Aunque muerto, pero tenerlo. Besarlo en la verdadera despedida, la última. Acariciarle la cara, hasta sentir que empezaba a disgregarse. Acompañarlo en el morirse, en el deshacerse. Eso me faltó, y por eso no termina de arreglarse este pleito de amor entre Moreno y yo. No puedo darlo por muerto, no puedo. - Pero por otro lado, mejor así. No por mí sino por ellos. Menos mal que no tienen el cuerpo de Moreno. Lo habrían llevado a su cementerio, ahí a los Recoletos. Lo habrían sepultado bajo una mole de piedra, cosa de que no vaya a levantarse más. Y cada año habrían venido con sus flores y sus discursos, a lambetearlo. Como decía él que hacían con Cristo: lambetearlo y dormirlo con incienso y canto aburrido, para que no se fije en sus trapacerías y salga a pegarles con el látigo en las puertas del templo; así decía mi Moreno. Pero él ahora está en todo el mar;  y viene a golpear todos los días, todas las noches. Hay pedacitos de él, de sus labios y su lengua, pegando contra esto que creen firme, diciendo las verdades que el país ha olvidado. Lo que es a Moreno, no lo joden. - Y aunque me pese tanto su muerte, tenía que ser así, claro. Porque al fin de cuentas, qué iba a vivir Moreno acá, en los años que vinieron después. Acá no tenía lugar. O te creés que él, siendo como era... Yo nunca necesité leer lo que él escribía; me bastaba tenerlo para saber cómo pensaba y cómo sentía. Leer cosas escritas por él, para qué. Eso hubiera sido como ir juntándolo de a pedacitos, y no llegar a completarlo nunca, me entendés. Yo lo leía de otro modo, por entero. Toda la cara picada de viruelas y los ojos ardiendo, y el cuerpo que le temblaba de ira, todo. - Así, mi querido, las cosas tenían que terminar, si es que terminaron, o digamos quedar así. Con lo poco que le gustaban los mandones, y menos los de armas en la mano, mirá  cómo se hubiera llevado con tantos como hemos tenido. Y con los señorones, menos que menos. Fijate aquel que mandaba a las hijas a que aprendieran francés, porque pensaban traerse un rey gabacho, con corte y todo. ¡Un rey! Desde el mar, mi Moreno les hubiera hundido el barco. Y estos de ahora... son todos rengos de una pata, mirá: a unos les falta pueblo y a otros les falta fuego. Acá no podía tener lugar nunca más mi Moreno. - Más lo pienso y más me convenzo. No es casualidad. La casualidad es el dios de los tontos, decía él. Esta historia tenía que ser, tenía que ser así. Fijate que yo soy la viuda de él y no tengo la certeza de ser su viuda. Me faltó el cuerpo muerto, para cerciorarme. Y fijate que lo mismo le pasa a la Patria. Las dos somos viudas de cuerpo ausente. Se murió, no se murió... Las dos vamos a seguir buscando y preguntando. Mejor así. Viudas de cuerpo ausente. En el mismo año en que conoció a su nieto Marianito, recién llegado de Francia, falleció María Guadalupe Cuenca de Moreno, su Mariquita. El papá de este nieto, es decir el hijo del  Secretario de la Junta, llamado también Marianito, que se había graduado de ingeniero en Francia, fue incorporado al Ejército y dirigió el Colegio Militar. El padre Mendoza existió, e hizo lo que aquí se narra, y le fue como aquí dice que le fue.

Las cartas de Mariquita fueron publicadas en 1967 en un bello libro de Enrique Williams Álzaga. El libro no incluye la carta que en este relato lee el nieto de Guadalupe.

Fin

   A mi abuela, Angelita Zubeldia (1895-1974)

Ramón Minieri Registro Dir. Nac. del Derecho de Autor Expte. nº  693284

 

Cripta de la flia. Moreno en Recoleta. Allí no está Mariano ya que murió (o fue asesinado?) en altamar, solo Guadalupe y familia.

Ramón Minieri es poeta y ensayista; vive en Río Colorado (provincia de Río Negro, Patagonia, Argentina). Ha publicado algunos libros de poesía: Fábulas de Mutación (1988), Libro del Otro Reino (1982), Libro de los Últimos Días (1991). País de la Sal y 2da. edición del Libro de los Últimos Días (2010). Están por editarse otros dos: Las Piedras, el Agua; y Libro de Ciudades (2006- 2008). También ha publicado ensayos sobre temas históricos: Angela Carranza, sin culpa y sin cargo (Todo es Historia, 2003); Ese Ajeno Sur (historia de un dominio inglés de un millón de hectáreas en la Patagonia, Viedma, Fondo Editorial Rionegrino, 2006) y otros relacionados con los olvidos construidos en la historia argentina. Realizó trabajos de historia oral con pobladores de las sierras y vecinos de la ciudad de Córdoba. Actualmente esta escribiendo poesías y estudiando temas relacionados con los mitos y los símbolos en la historia, y sus relaciones con el poder.

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Blog: El Ave Simurgh Blog: El humus de la historia Blog: El mosquito recargado siglo 21 Blog: El libro de las ciudades Blog: Fabulas de mutacion

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Ramón Minieri

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