El Lobizón. Por Rabino.
La leyenda cuenta más o menos así. El séptimo hijo barón, es lobizón. También se dice eso de los peludos. Así que de entrada es una teoría bastante poco coherente.
Pero en Argentina además, ocurre algo singular con los lobizones. Hay cientos. Hay miles. Porque, acá se agregó que, al hijo lobizón, lo apadrina el presidente de turno, que de algún modo lo exorciza de su instinto animal y lo beca. En la era de Pocho por ejemplo, ya hubo padres procreadores disidentes, que no pararon de ponerla durante mucho tiempo, y que además se dieron el lujo de decirle que no al gran general. Y sus hijos salen todas las noches a comerse alguna oveja. Hoy también hay lobizones por ahí, que prefirieron la soledad de la noche y el pelaje tenaz, a la mano protectora de una pingüina, que además de frío, ha traído miserias. Y fútbol. Pan y fútbol. Ya no hay cine shampoo. Ya no dan el chavo. Cuántas generaciones crecerán sin saber quién era Jorge Formento. Por qué en todos los canales hay veintidós tipos atrás de una pelota! En Unovisión en vez de aparecer minas en bolas, aparecen Messi afeitándose, o Tévez modelando. Ya no dan Dallas. Ni el correcamino. Cuánta magia se nos perdió por ahí… Ahora que los menciono, siempre sospeché que entre JR Ewing y el veloz pajarraco había algo en común. Por alguna razón sus tácticas se parecen. Y es la misma estrategia que usa Séptimo Hijo en sus recitales. Séptimo Hijo es una banda heavy (heavy nacional, heavy nacional re jodido putamadre, y cosas así) que eligió la filosofía correcaminista para sus shows: Llegar antes. Dinamitar. Marcos y sus secuaces llegan antes. Salen rápido. Andan rápido. Como un caballo de carreras que se queja y se ve de lejos. Por momentos no se admira más que una mancha borrosa negra y un galope. Pero llegan y cargan con largos habanos de pólvora, que prenden y se pudre todo. La última vez que ví a Séptimo fue en el polideportivo de Allen, con unas cien personas entre sentados, parados, y en el aire. Hubo mucho ataque lunar, mucho pogo y mucho grito. Marcos grita. Y su vida de cantante tiene los días contados. Su garganta se parte en cada grito. Lo sabe, pero es como esos viejos linyeras que ya vivieron en la gloria, vieron crecer a sus hijos, y a sus nietos, vieron cómo sus nietos se volvían peor que sus padres, y vieron cómo sus hijos se peleaban por elegir el hogar de ancianos más choto, con las enfermeras más viejas. Esos viejos no quieren vivir más. Y los siguen llenando de tubos, y les meten remedios. Y quieren así, alargarles cinco años más de olvido y de firma para que alguien herede la casa que levantaron con sus manos, para alquilarle a unos tarados que van a poner un ciber. Esos viejos quieren vivir un año más, lo que les quede. Y vivirlo intensamente. Se hacen linyeras. Se cojen putas. Se drogan. Se maman. Pelean. Andan en bolas por ahí. Se cagan de frío y de calor. La garganta de Marcos es un viejo linyera que quiere vivir intensamente. “Me voy a quedar sin garganta” dice, “pero esto es así, aguante el metal la puta madre”, y detrás se escucha el grito de su horda de gladiadores escandinavos, escondidos en los cuerpos de unos flaquitos que andan en patineta frente a la municipalidad y que están frente a él, levantando el brazo. Son el público de la banda. Qué bueno que estuvo. Al lado de Marcos está Matías, que desde que Marcos comenzó su carrera de frontman, ha estado ahí poniendo solos a los temas. Los temas de Séptimo Hijo son una mezcla de comienzos llenos de cuerdas, arpegios ampulosos, melodías grandilocuentes. Y luego, machaca que machaca. Galope trash. Y ahí se acabaron las osadías. Cuadrada la cosa. Metal nacional. Metal putamadre. Lo hacen bien. Es lo de ellos. Es verdad que las canciones de Séptimo Hijo fueron escritas seguramente sobre una mesita ratona, de esas con un vidrio arriba de porotos y lentejas tan de putillo arquitecto universitario. Pero en vivo, son grotescos como un pirata ebrio comiendo mondongo. Matías toca la viola y se lleva buena parte de las luces que alumbran al cuarteto allense. Sus solos son ambiciosos. Y están ahí… entre el destello pasajero y la consagración. Justo cuando te empieza a aburrir, deja de tocar, y el grito de Marcos te hace acordar de que en todas las bandas tiene que haber de ambas cosas. La virtud y la actitud. El pelilargo descendiente de músicos, desde hace un tiempo, tiene un sonido que le es propio. Y además es inteligente. Ambas cosas admirables. Facundo toca el bajo y es enorme. Coautor de algunos temas, le gusta explorar, aunque la banda no termina de sentarle. (Arriba del escenario se ve más grande). Le mete púa a la cosa, y con cinco cuerdas se escucha bien, aunque el estilo lo corre un poco del centro, y le deja la cocina a los antes mencionados. Pablo es la última incorporación de Séptimo Hijo. Doble pedal con gorra y remera con mangas arrancadas. Tatuaje de Malón. Mamá! De familia de músicos también. Es una locomotora, aunque de la cintura para arriba es un poco monótono por momentos. Lo digo yo que me senté a una batería y de tan rápido que toco no me dí cuenta de que me senté mirando para la pared. Así que soy palabra autorizada. Igual es de los cuatro el más joven, con todo un camino por delante. En definitiva ninguno desentona. Pero da la sensación de que los cuatro no están muy a gusto. Un cantante que escribe baladas para una novia, con un baterista “metalero por propia elección no me rompa las bolas oficial”, con un bajista que le va el Ska, y un guitarrista sesionista. Yo los banco igual. Esa noche era un festival, y después de dos horas de punk, (sí dos horas, cuatrocientos temas más o menos), se mandaron estos muchachos tan distintos entre sí. La última ronda de Séptimo Hijo siempre está cerca. Pero es el sueño de algún pibe de por acá que se hizo cargo de un barco que estaba por hundirse allá lejos y hace tiempo. Le puso letra al vacío. Y se las jugó a pesar de todo. Como pasa mucho con las bandas grandes, parece que esta sobrevive para los eventuales compromisos, y por una no pequeña cantidad de seguidores que los alientan. Son en este momento el exponente más representativo de ese heavy clásico y bien argento en nuestra amada Allen. En ellos revive el aullido de los pioneros Darsena, de los viejos recitales en la casa del folclorista, de todas las pintadas en los barrios. En ellos se mantiene la llama viva de aquellas tardes escuchando el programa Misterioso Guardián con el Sapo, las remeras de la tienda La Capital. Estos pibes son “los herederos del trono del lobo”. …Esto es lo que queda del heavy nacional en Allen? Unos secuaces que siguen a un flaco fachón del centro? Sí pendejo. Y ojalá no lo abandonen nunca.
Eran las once de la noche y en el escenario había cuatro conocidos que no se conocen. Frente a ellos una marea de pibes se golpeaban a los gritos.
Los lobizones son así. Dan miedo. Pero están insatisfechos. Quieren ser hombres cuando son bestias, y quieren morder para siempre, cuando el descontento les recuerda que sólo los hombres odiamos. Y sufrimos por amor. Buena vida.