Eran muchos.
Venían en carretas.
Venían en tren.
Venían a caballo.
Venían riendo, a la conquista de un gran porvenir.
Venían bendecidos por el eco del viento y con la promesa de la tierra en su bolsillo.
El paraje Huaique Nelo fue la zona de sacrificio donde las comunidades pastoriles realizaban la trashumancia desde tiempos ancestrales.
Inmigrantes italianos y españoles soñaron radiantes, que en la América, la llovizna de la libertad caía como la caricia del rocío, sobre las vías desnudas y frías. Entre ráfaga y ráfaga y al canto del tiempo, esos primeros habitantes, comieron de día y crecieron de noche
haciendo de la América el orden y el progreso que con los molinos, aventarían a los cuatro vientos.
Los dioses bajaron pastores para sacrificar y entretejer los fragmentos de las sombras que entre fusiles rémington y telégrafos inventados
cruzarían con las leyes y la cruz para enriquecer la bolsa del Pato Donald, que vivía en el departamento científico de los Estados Unidos de Wall Strett.
Entre ballestas y esteres arengaron maras y choiques para desmantelar los sauces que se reflejaban en el río Negro. Fue
el ingeniero quién dibujó el canal que llevaría entre sus venas abiertas,
el agua dulce para salar a la mar.
Al despertar ,
los primeros pobladores pusieron las orejas en el cielo, cuando se sintieron salpicados por las cagadas de los pájaros que se alimentaron, de las primeras vides que plantaron. Así manchados con el alcohol de las uvas estaban, cuando el nombre de Charles bautizó esta zona de sacrificio.
Sir Charles Allen, tenía una reputación muy ganada de cónsul de sueños ajenos. De la mano de
la campaña de Roca y cortando orejas, se ganó las cuarenta mil leguas cercanas al río Negro. Dio a entender que era ingeniero de trenes y habló de la urgencia de construir un ferrocarril y cuando los rayos del sol comenzaron a filtrarse entre la multitud de los sauces, redactó la gramática d
el despojo del mapunzugun.
El misterio de la desventura fue la bitácora testimonial que se les impuso ante la despelucada historia, de un futuro pueblo que tras tantas conquistas y colonizaciones,
se habría quedado sin el viento que los trajo ni los sauces que salvajes y silvestres los albergaron.
Con las
promesas bajo tierra de la sangre extraída por la nirvana derechista, entregó a las nínfulas en nombre de Dios, acercó serafines con sus majestuosas alas para derrapar dólares, sudó sangre azulmarina con los cuerpos desamparados de los cantineros sórdidos, entregó el azar de los amores prohibidos a los patriarcas desventurados y cristalizó las malezas níveas entre pestilentes aires de fuegos cruzados.
En nombre del creador y con la ayuda de los vicarios de turno,
evangelizaron con el fracking y acariciaron con repugnancia el agua que saturada de inciensos, sería bendita y perturbada por un presagio siniestro que se concretó cuando encontraron a la Vaca Muerta de la mano de Apache.
Fue a partir de ahí que los vecinos relatan: “
lo primero que nos pasó fue con el agua. Se nos desapareció del pozo, perdimos la napa”. “Tuvimos que poner una bomba para sacar agua y a veces salen cosas blancas que antes no salían”. Después comenzaron a desaparecer:
Los pájaros,
los patos,
las percas,
las peras,
las manzanas,
las gallinas,
las leyes,
el estado,
la fruticultura,
los sauces
y las vacas…
Quienes viajan por
estas tierras de muerte anunciada, observan que entre las cenizas de sus pestañas vuela el tigh gas y solo encuentran, un valle perforado con molinos de hierro, árboles navideños con llamas de venteo, fuegos de artificio entre nubes negras, silicosis entre varios pares de ojos todavía abiertos, viejos Sanchos jugando con el gallo ciego, asambleas permanentes por el agua, bomberos con serpentinas y espuma de carnaval y quijotes perforados por manzanas blancas, que tal como Charles Allen,
beben el viento que sale al paso,
y caen arrodillados por las lágrimas del oro
que pesan entre los duelos vividos
de la herencia del progreso que marca,
la huella de la memoria.