Zona norte: Cuentan por ahí…
Una pequeña historia que te cuenta sobre una zona bastante conocida por muchos. Llegando a la zona de bardas donde te topas con hornos de ladrillos, el comedor de Maruca, el aeroclub... el basurero (de todos y todas)... vivió Antonio Lillo, un antiguo habitante de lejanos tiempos olvidados...
-¿Se sirve un trago, amigo?
-Claro...
Un buen trago de ginebra a la tarde, ahí cuando pinta la fiaca de la siesta, es ideal para despertarse. Antonio Lillo besa la botella que le devuelvo, la guarda y seguimos la marcha. Su yegua es preciosa. Juntos se enaltecen, uno al otro. Porque el porte de ese pequeño gran señor embellecería a cualquier montura.
Lo conocí a Lillo en las peores. En las peores mías, claro esta. Aclaro, porque si Lillo andaba mal, nadie lo sabía. Y él, sin embargo, tenía la capacidad de notar la preocupacion de cualquiera que lo rodeara. Ya sea un viejo conocido o un gaucho nuevo en su círculo. Se podría decir que Lillo, al igual que a otros tantos, me salvó la vida. Y no exagero.
Me contó un día que había nacido en 1916, en Chile y que sus padres se habían venido a la zona del norte neuquino cuando él tenía ocho meses. Conoció a María, su mujer, en Las Lajas, en épocas de salidas y bailes. Ella tenía 19 años. Corría el año 1940. Nunca se casaron. Eran otras épocas, donde la palabra valía más que cualquier papel. Él juro amarla y cuidarla. Y se la trajo para el Alto Valle.
Trabajó en la construcción del puente carretero que une Cipolletti y Neuquén. Luego formó una cuadrilla de hachadores para trabajar en la zona de Catriel y Peñas Blancas. Lillo trabajó de todo, en muchos lados, todo el tiempo.
Cuando pudo, compró un terrenito en Allen, en el barrio San Juan, y allí se estableció. Pero la ciudad nunca le gustó mucho. Su vida estaba en el campo. Así que construyó un pequeño rancho, en la salida norte del pueblo, camino al Aeródromo. Se trata de ese lugar donde vivió, por ejemplo, Doña Quiroga y que hoy es conocido como el Comedor de Maruca. El pequeño rancho fue creciendo, y cuando pudo albergar a toda su familia, se trasladaron todos definitivamente allá.
Finalmente, llegamos al puesto. Salieron a recibirnos los perros, que parece que nos estaban esperando. Descansamos a la orilla, en el alero del rancho. Ese rancho que construyó con sus propias manos, en ese lugar que consiguió prestado a Fernando, Juan Carlos y Maria Luisa Lasalle, en esa tierra en la que eligió pasar su vida, abandonando la ciudad.
Después de una cena generosa con la familia, “Descanse amigo, mañana nos espera un día duro...” me dice. Mañana nos toca la señalada. La señalada se hacía todos los años. Era un ritual que se celebraba para hacer el recuento y marca de los animales que nacieron en ese tiempo.
Don Lillo era el mediero o cuidador. Es que varios productores le llevaban los animales para que él los criara. Las crías nacidas de cada año se repartían en cantidades iguales entre todos. Pero en realidad yo sabía que el ritual de la señalada tenía una finalidad más. Una finalidad “mágica”. Se honraba a la Pachamama, para agradecer las nuevas crías y pedir por una nueva y mejor producción.
Esa noche me quede en el puesto. Tenía otros lugares donde ir, apenas me invitaron un lugar para descansar ofrecí una pobre resistencia. Me costó dormirme. Me quedé escuchando la noche. Los años ‘60 venían siendo agitados. Onganía le ponía su mano dura al país en el cuello (que para los demás milicos era demasiado blanda) en busca de una “revolución” que nunca logró. La tensión se respiraba en las calles, pero en lo de Lillo el aire era distinto. En lo de Lillo aprendí a valorar las pequeñas cosas. Un mate al amanecer, una palabra justa, el pan caliente recién horneado, el calor de la buena gente.
Es que Lillo era bueno. Era una de esas personas elegidas por vaya saber quién para tocar vidas y modificarlas. En mis esporádicas visitas al puesto, siempre veía como por la tarde caían sus amigos en busca de un poco de calor, un mate y esa palabra justa que parecía destrabar los problemas más complejos. Nunca le negó ayuda a nadie, nunca prejuzgaba y siempre tenía la puerta del rancho abierta y la mano extendida. Una vez ayudó a dos prófugos de la ley que golpearon su puerta. En el pueblo les dijeron “si alguien los puede ayudar, ese es Lillo”. Los invitó a pasar, y les señaló el camino a través del campo para llegar a no sé donde. María les preparó comida para el viaje. Doctores, chacareros, trabajadores, desamparados, hombres, mujeres y niños. Todos eran bien recibidos. Y el que bien se sentía, siempre quería volver.
Entre recuerdos y reflexiones, me duermo tarde. Pero el gallo canta cuando aún era de noche. Yo que tengo el sueño liviano, pego un salto del catre. Me enlisto rápido, estoy ansioso. Al llegar a la cocina, el café ya hierve en la estufa, y el olor a tostadas invade la habitación. Lillo empieza más temprano con los preparativos. María amasa las tapas para las empanadas, y sus hijas corren con el desayuno. Se la notaba siempre preocupada. Siempre lucía su carácter estricto, dando órdenes y apurando. Yo sé que realmente era una máscara.
Me siento un poco inútil, todos ayudan, todos hacen algo. Yo desayuno rápido, agradezco y salgo afuera en busca de mi amigo. El sol asoma ya y puedo ver a Lillo acarreando la leña que sería utilizada para el asado del mediodía. Me mira y sonríe, rápido me dispuse a ayudarlo. Hachamos los leños más gruesos. Buscamos las tijeras para señalar los animales y preparamos todo.
Llegan algunos vecinos crianceros a recorrer los corrales, en busca de algún animal de su propiedad que pudiera haberse mezclado con las majadas de Lillo. Los perros corretean ansiosos, como sabiendo lo que se venía. Alrededor de las 7 de la mañana empiezan a llegar los invitados. Los amigos.
La camaradería y la alegría se respiran junto al aire de la mañana. Pude magnificar a ese pequeño gran señor, pude verlo en todo su esplendor. Su rostro cansado, golpeado por los años y tantas jornadas de duro trabajo, regala sonrisas y cariños a todos sus visitantes. Amigos a quienes veía habitualmente, otros que no venían tan seguido, curiosos y colados. Todos eran bienvenidos. Nos saludamos todos como viejos amigos. Yo soy un extranjero por estos lares. Pero siento que estoy en casa.
La “marcada” fue la semana anterior. Consistía en marcar con pintura los animales según su dueño. Lo hacían echando la chiva al corral, entonces todas las crías la seguían. Si uno de los animalitos no era de su cría, esta lo rechazaba. No había forma de errarle.
Lillo dice “vamos, empecemos”. Separan entonces un par de chivitos de la manada, cada socio colabora con un chivo para el almuerzo. Facón en mano, diestros en su oficio, varios hombres los degüellan. Juntan la sangre en unos recipientes, para preparar el Niachi. Ajo, perejil, ají, sal. Todo el mundo, todo aquel que participara de la señalada, le gustara o no, debía comer una cucharadita de Niachi. Me llega el turno. Nunca probé algo así… Debo reconocer que me causa bastante impresión. Tragué la cucharada. No sé si pude disimular mi cara de impresión.
“Espéreme acá un ratito…” me dice Lillo. Ya me sentía parte de todo eso, así que me siento un tanto desplazado, cuando se alejan él y los demás socios. Miro alrededor, y entiendo que esta parte de la fiesta era de ellos. Vuelvo a sentirme bien.
Cada socio señala uno de sus animales nuevos cortándole la punta de la oreja y se dirigen hacia el centro del corral. Los que no podemos estar ahí observamos de lejos. En el centro del corral se ve un pozo. Se reunieron alrededor los socios y mi amigo. No se si realizan una oración o algo similar, luego de unos minutos veo que arrojan las orejas cortadas al pozo, y finalmente lo tapan. Estrechan sus manos y empieza la señalada.
El ritual es hermoso de ver, me encantaría poder escuchar lo que dicen. Nunca lo supe... si pude entender que todo ese ritual era una ofrenda a la tierra.
Tijeras en mano, comienzan. Hábilmente, empiezan a capturar las crías en el corral y marcar sus orejas. Con distintas marcas, circulares, oblicuas y al sesgo, vamos marcando los chivitos. Yo ayudo a capturarlos y sostenerlos mientras les cortan las puntas de sus orejas.
A veces, tratan de escapar. Y al intentar capturarlos, caigo varias veces al suelo, despertando la carcajada general. Cerca del mediodía, paramos a comer. Los socios, sus familias y muchos amigos compartimos la carne asada. Sonaba una guitarra de fondo. Vino, amigos, alegría. Pocas veces fui tan feliz entre amigos.
Pude ver al pequeño señor hacer su labor con pasión. Sonríe todo el tiempo. Nuestras miradas se encuentran muchas veces ese día. Estoy feliz. Pude entender por qué había dejado la ciudad. Esta es su vida, este es su lugar.
Marcamos hasta que el sol comienza a esconderse. Por la noche quedamos pocos, luego de cenar. Lo veo sentado, alejado del grupo, en su propio mundo. Me atrevo a invadir su espacio. Me siento junto a el. Sonríe y dice:
- ¿Y? ¿como lo paso hoy?
- Fue grandioso… gracias por dejarme compartir este día con los suyos
- Me alegro. Espero que pueda volver y vivir esta fiesta otra vez, antes de que se acabe...
- Claro que no. Seguro que no.
- Me temo, amigo, que sí. Tal vez cambie yo, o mis amigos, o mis socios. O tal vez usted. Es probable que todo cambie. Es probable que cambie el mundo. Y todo deje de ser lo que es...
Tenía razón. Como casi siempre que reflexionaba... se queda mirando la nada, allá lejos. Yo trate de hacer lo mismo. Era un momento en el que una palabra más estaría de sobra.
Dormí esa noche otra vez en el puesto, y la mañana al amanecer partí. Me despidió con un abrazo muy fuerte. Yo estaba emocionado.
Volví otros años, a otras Señaladas. Pero ninguna fue como esa. Ese día quedó grabado en mi memoria para siempre.
Los años pasaron. Y tal cual dijo Lillo, yo cambie, el mundo cambió, sus socios cambiaron, sus amigos también. Y él también cambio. Los últimos años que lo vi ya no sonreía tanto. Los tiempos en los que las palabras eran más poderosas que cualquier papel quedaron atrás. Y se llevaron muchas de sus sonrisas.
Pero a pesar de todo, fue feliz. Con idas y venidas, con traiciones y alegrías. Con pérdidas y ganancias. Fue feliz.
Hoy, que soy viejo, recuerdo mis pasos por el puesto de Lillo y sonrío. Veo como cambió la ciudad y veo a su gente, sus actitudes y sus acciones. Veo a la gente triste y egoísta. También encuentro buena gente, escapada de otros tiempos, cortes y generosa. Muchos lo conocieron a Lillo, otros no. Pero la verdad es una sola: a pesar de que muchos nunca pudieron conocer a Lillo y otros ya no lo recuerdan, todos, sin embargo lo extrañan.
Relato de Antonio Javier Almeyra, nieto de Antonio Lillo en base a testimonios obtenidos.
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