Miguel Fernández Vega: ‘El majo’
Miguel Fernández Vega nació en Allen en 1916. Desde entonces vivió en el Barrio Norte, muy cerca del Club Alto Valle y de sus amigos de toda la vida. Tiene casi tantos años como su ciudad y sus recuerdos se remontan a un tiempo en que nacía el Valle. (L. Stickel para el periódico "Allen... mi ciudad", 2009).
Sus padres llegaron desde España a la Argentina cuando el siglo despuntó. Su padre, José Fernández Pérez, era de León, y su madre, Mercedes Vega, de Valladolid. Viajaron con tres hijos y la primera escala fue Córdoba. José había conseguido trabajo en una estancia en Huinca Renancó. Contaba que el primer trabajo que le dieron fue ir a buscar capones. No sabía cómo atraparlos, eran distintos a los de España, al igual que las distancias en las que andaban. El primer día se le ocurrió que cansarlos era una buena estrategia, le llevó todo un día traerlos de regreso. El segundo día partió para el arreo con unas boleadoras que había fabricado durante la noche. Tan sólo un rato después apareció con todo el rebaño. Los criollos del lugar no entendían cómo lo había hecho y un día lo siguieron. Era un método efectivo que usó solo una vez, después los animales lo veían y marchaban solos, no hacía falta nada más.
Tiempo después se mudaron. “A mi papá le gustaba andar, así fue que se aventuró a llegar hasta acá. Vinieron a Cipolletti en 1911, donde fue empleado de la Unión Telefónica. Aquí no tenía parientes, llegó porque algún compatriota español le contó de este lugar, y en 1913 ya se establecieron en Allen”, relata Miguel. En aquellos años llegaron el resto de los hijos, Fueron 9 en total: Juana, Cecilia, Leoncia, Luisa, Bernardina y una niña que murió al nacer; Cayetano, Vicente quien murió en 2005 cuando estaba por cumplir los 100 años y Miguel, el que cuenta esta historia.
El padre de Miguel fue uno de los primeros carpinteros del pueblo.”Vivíamos al lado de otro español de apellido Mirabete –recuerda Miguel- que también tenía carpintería y un familión enorme. Nos criamos todos juntos, éramos muy unidos”. “Mi papá era muy alegre –cuenta-, tenía muchos amigos. Mamá, en cambio, siempre estuvo en casa. Quizás por eso extrañaba más sus pagos. Siempre mantuvieron contacto con su familia en España, pero nunca pudieron volver a su tierra” Al poco tiempo de llegar a Allen, José compró un carro y unos animales y se dedicó a traer leña del campo. La serruchaba y luego la vendía. “En el invierno se iba en el carro hasta La Pampa. Cruzaba para el lado de río Colorado por la balsa de La Japonesa. Iba hasta una estancia llamada La Emilia, de don Luis Laborde. Papá llevaba trampas para cazar zorros y compraba cueros que después vendía acá –cuenta Miguel-. En ese tiempo había mucha gente que tenía carros y que se dedicaba a traer leña al pueblo. Todo se hacía con leña, no había gas ni nada. Me acuerdo de mi vecino Alejandro Báquer, que abastecía de leña a la cocina del Hospital de Allen; también de don Manuel Calvo, tenía una tropa de carros. Mi padre dejó de viajar pero lo reemplazó mi hermano Cayetano. Un día mi hermano me llevó a mí y se enfermó muy fuerte. Estábamos en la estancia de unos vascos, y mi hermano se negó que lo lleváramos al médico. Cuando no aguantaba más agarré un carrito tirado por un animal a la cincha para traerlo. En el camino murió, tenía sólo 22 años. Cuando pude llamé por teléfono para avisar y un vecino, Juan Mazina, que tenía un camión nos fue a buscar”. Don Fernández, entonces, alquiló el carro y se dedicó a la carpintería.
Cuando Miguel cumplió 16 años, su padre le entregó al carro para que trabajara. “Me dijo que a partir de ese momento yo tenía que trabajar con el carro, y no le discutí nada. Yo era el protegido de mi mamá, de los varones era el menor, me decía ‘el majo’. Yo había ido a la primaria a la escuela 23, así que para entonces andaba de vago. A mi papá no le gustaba eso y le pidió a don Silvetti que me contratara, pero estuve poco con él, porque después fui de portero a la escuela. Duré un mes y once días hasta que empecé a trabajar con el carro. Mi papá me mandó solo a la sierra, estuve un tiempo trayendo leña, ripio y arena para las obras. Recuerdo que salía con mis alpargatas Rueda y volvía descalzo. Las gastaba en el viaje, quedaban hechas una hilacha” recuerda Miguel. El resto de su vida Miguel anduvo por los caminos del Valle, pero ya no lo hacía en un carro, sino en sus propios camiones. Los tuvo a montones, desde los primeros modelos a los últimos. Miguel, con casi 94 años, está conforme con la vida que llevó. Cumplió su deseo de andar por los caminos. Su pasión de manejar por las rutas argentinas era tan grande que en su tiempo libre subía a toda la familia en una casilla rodante o se iba con amigos de pesca, otra de sus grandes pasiones.
En aquellos infinitos kilómetros recorridos conoció lugares, hizo amigos, aprendió la solidaridad y supo de la providencia cuando llegaba para reparar su camión varado o le brindaba un mate caliente durante las travesías. Miguel tuvo una familia, grandes amigos y tiempo para disfrutarlos. Pero sobre todo y a pesar de todo, cree que la suerte fue su más fiel compañero de viaje.
Entrevista y textos: Leonardo Stickel.
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