Palabra de escritores

Pinta tu aldea y pintarás el mundo, dicen que dijo León Tolstoi. Y con esta sentencia el escritor ruso habilitó a la palabra la posibilidad de mostrar ese microcosmos que contiene lo universal de lo humano. En el vértigo de un tiempo donde lo efímero es la norma, la palabra tira un ancla al lugar del arraigo. Pintar la aldea es una forma de encontrar ese anclaje. Diario Río Negro, 25 de mayo 2013.

Tuve que dejar Allen cuando el departamento que me defendía de la intemperie subió el alquiler. Sin embargo, el dolor de quien deja el lugar donde ha sido feliz, no fue insoportable. Pude aguantar bastante bien el primer encontronazo y luego me acomodé. Ojo, no crean que soy un tipo insensible, estoy a escasos siete kilómetros y el cordón con la alimentación llega bastante bien a Fernández Oro. Además cada dos por tres me doy una vuelta para visitar a mi vieja, y como ella vive en el extremo opuesto al que entro a la ciudad, no me queda otra que atravesarla entera. Detalle no menor, ya que aprovecho para controlar que cada esquina mantenga intactas las vivencias del pasado. Soy bastante quisquilloso en este tema, no permito que se pierda un detalle, si veo que un recuerdo tiende a marchitarse, ahí nomás le vacío dos regaderas, lo acomodo un poco y seguimos tirando. Son recuerdos adquiridos que tienen funciones vitales para mi bienestar y no pienso desatenderlos por nada en el mundo. Tengo intenciones de llegar con cada uno de ellos al final del camino, salvo, claro está, que venga ese alemán podrido a llevárselos sin mi consentimiento y a la fuerza.

Aquella tarde de invierno volví a casa con un poco de bronca. El centro que llovió al área fue perfecto y el cabezazo fue bastante bueno. El arquero no habría entrado en la foto si hubiesen estado los fotógrafos del Gráfico atrás del arco. Pero la pelota, la caprichosa como dice el Quique, dio de lleno en el travesaño. Era sábado y jugábamos contra Atlético Regina, allá. Empatamos sin goles y en todo el camino de vuelta no pude sacarme la imagen ficticia de la pelota entrando al ángulo y levantando la red hasta el cielo. Aquel fue uno de mis primeros partidos en los Maguitos, tenía algo así como trece o catorce años, jugaba de nueve y era el encargado de meterla adentro. Hoy tengo casi cuarenta y un pilón de partidos jugados, y nunca estuve tan cerca de hacer un gol de cabeza como en aquella tarde.

Si bien no soy nacido, soy bien criado en este Allen que me recibió de grande. Llegué siendo un señorito de ocho octubres. Ya había dejado los pañales, la infancia y el Long Play de Margarito Tereré en Luis Beltrán. El Torino naranja, de ahora en más Toro Mocho, encaró por el acceso Biló y luego de algunas vueltas me dejó de blanco inmaculado en la puerta de la escuela 23. A partir de ese momento mi vínculo con esta ciudad no paró de crecer. La primaria fue la primera en ponerme en autos, de a poco empecé a cambiar mi manera de ver las cosas. En realidad fueron cambiando las cosas que miraba. De golpe y porrazo al corazón ya no le importó errar goles hechos los sábados por la tarde, el bobo se dedicó a intentar conquistar el amor de las mujeres. Ni siquiera sabía bien qué significaba esa palabra, pero el tipo con la inocencia de un primerizo se empezó a enamorar en cada recreo.

Aquella tarde que volví con bronca de Villa Regina se me pasó enseguida. Mi novia, preocupada porque no llegaba, había llamado tres veces a casa. La pelota que no quiso entrar al ángulo se borró por completo de mi mente y me bañé más rápido que un bombero. Me vestí de gala. Un equipo de gimnasia de tela de avión que tenía para estas ocasiones me quedaba pintado. Mi viejo, un poco menos nervioso que yo, me llevo en el Toro Mocho al asalto. Con el corazón saliendo a espiar toqué timbre. Alguien me atendió, alguien recibió mi bolsa de chizitos y otro alguien me llevó directo al living. Junto a varios chicos entre los que había algunos compañeros de grado estaba ella, esperándome. Ella era una de las chicas más linda de Allen, y era mi novia desde hacía tres días. Los novios de aquel entonces no se daban besos, ni se agarraban de la mano, apenas se miraban de reojo, tímidamente, y se sentaban juntos en el sillón. Y créanme que era suficiente. Al verme llegar, los chicos me hicieron lugar y los planetas se fueron acomodando como por arte de magia. En la actualidad la astronomía no se queda quieta y los especialistas siguen encontrando planetas y metiéndolos al sistema solar como si nada, y la verdad que todo se está volviendo más difícil. Pero en aquel entonces eran nueve planetas dóciles contando a Plutón. Precisamente este último fue el pequeño retobado que no quería saber nada con alinearse atrás de Neptuno. Como a las nueve de la noche pusieron música y bailamos de lejos. Más tarde llegaron los dos lentos de la tarde y bailé pegado por primera vez. Los pies se despegaron del suelo cuando nos tocamos los cachetes. Si estar juntos en el sillón ya era suficiente, imaginen la revolución de sentimientos que se armó cuando nos abrazamos en el medio de la pista. Terminó la música, comimos algo y sobre el final de la noche, antes de que el bocinón del Toro Mocho me volviera al piso, Plutón entendió que aquella tarde no podía terminar sin la frutilla del postre, se acomodó, me dio la mano que faltaba y nos besamos en un semáforo. Después de muchos verdes y amarillos intranscendentes elegí el rojo y ella aceptó bastante nerviosa. Nos tocamos los labios y no pude dormir por una semana.

La secundaria fue otra cosa. La entrada en escena de la adolescencia y su ritmo frenético atentó contra la inocencia de aquellas tardes de asaltos y chizitos. Los días empezaron a terminar más tarde. A las tres de la mañana nunca hacía frío y era la hora ideal para estar con amigos haciendo nada. Las obligaciones se contaban con los dedos de la mano, con dos dedos más precisamente, ganar el clásico barrial y pasar de año. Tropezar en el primer ítem era vergonzoso, pero tropezar en el segundo era mucho peor, daba todo el derecho a los padres a intervenir con otra rigurosidad y alterar nuestra hermosa rutina. Así que bastaba con ponerse las pilas un par de horas, estudiar un poco, y cumplir con lo indispensable para mantener el curso de vida tranquilo, y sobre todas las cosas a los padres en su lugar.

Una tarde de invierno, de esas que a las ocho de la noche el sol ya está guardado, pedí permiso en casa y en bici me fui a buscarla a la salida de la clase de danza. Era bastante nuevo en esto de demostrar mi amor en acciones y aquella tarde noche me decidí. Creo que hasta compré un chocolate para compartir. Si hago fuerza para recordar seguro les podría asegurar que sí, que le compré un chocolate, y era con almendras, pero prefiero recordar lo justo y necesario de aquel acontecimiento. Esperé en la esquina para disimular un poco. Terminó la clase y empezaron a salir las alumnas con sus rodetes y sus bolsitos a cuestas. Me fui acercando de a poco con algo de taquicardia. Ella no salió de la clase. Había faltado. Y el corazón me empezó a doler. Más aún cuando fui hasta su casa y su mamá me confirmó que "todavía no había vuelto de danza". Fueron las primeras heridas de un montón que vinieron más tarde y que se encargaron de poner el corazón a prueba, y de prevenirlo de un futuro bravo en cuanto a sentimientos nuevos. Pobre tipo, ya no sólo tenía que latir, ahora también tenía que razonar y debatir con la cabeza para tomar decisiones vitales en nuestro crecimiento. Y todo porque en esa época uno se cree Superman y es un pavo. Somos como ese técnico que se cree vivo, que ve a ese juvenil que la descose en las inferiores del club, y lo pasa a la primera para quedar en la historia. Y en la primera, el pobre muchacho, no logra dar pie con bola incumpliendo con las expectativas, por ser muy pibe. Y el pobre queda turbado en un rincón de la cancha sin saber qué hacer, evidenciando que le faltó un golpe de horno. Así estuvo mi corazón esa tarde noche de danza y muchas tardes que le siguieron. Hoy entiendo que si bien no podemos evitarlo, no es para nada recomendable que los corazones nuevos anden tomando decisiones en plena edad del pavo.

A pesar de los golpes, aquellos años fueron tan entretenidos que hoy tengo la impresión de que pasaron como avión. No terminábamos de disfrutar un día que ya teníamos que encarar el próximo. No terminábamos de pararnos que ya venía otro piñón. Es por eso que cada vez que ando por Allen y paso a visitar un recuerdo intento volver a ese día para quedarme un rato más. Me hace bien de vez en cuando volver a ser ese muchacho insolente que no medía consecuencias, que encaraba un tren de frente, rebotaba contra la locomotora y volvía a encararlo de costado con el mismo entusiasmo y el mismo poco razonamiento. Volver a ser feliz por el mismo motivo que alguna vez lo fui es mi catarsis favorita. Es un cable a tierra que no está muy bien visto por los dueños del diván, pero me importa poco. El tiempo pasa tan rápido que uno tiene derecho a intentar frenarlo como pueda y qué mejor para mí que darme una vuelta por Allen.

No puedo negar que ya estoy lejos de ser aquel de la primaria, de ser aquel de la secundaria. El tiempo se empecinó en alejarme y volverme un poco más prudente y reflexivo, dos características que vienen con el crecimiento, dicen, y que enseñan a uno a madurar, también dicen. Me volví viejo y eso no es del todo bueno porque el pasado se extraña.

Hoy ya no estoy en a Allen, estoy a siete kilómetros, pero cada vez que vuelvo y paso por sus esquinas me lleno de vida, de felicidad porque ahí están, en cada una de ellas, las vivencias mas lindas de mi vida. Las que me enseñaron con golpes y caricias a caminar derecho, y a quienes les debo lo que soy. Para algunos seré malo, para otros seré bueno, discutible en ambos casos. Lo que no puedo discutir ni negociar con nadie, porque estoy dispuesto a defenderlo con fundamentos más fuertes que los descriptos en estas líneas, es que soy bien allense.

Pablo Giottonini

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