La pasión de Luciano y Enriqueta Vanícola
Luciano Vanícola tiene 85 años y llegó de Italia cuando tenía unos siete. Vino con una tía y su papá Leonardo pues su mamá, Dominga Gentili, había fallecido en Italia. “Cuando vine para Argentina llegué primero a Buenos Aires, veníamos con los hijos de mi tía y mis hermanos y no sabíamos hablar, hablábamos italiano nomás... Era 1934 cuando llegamos en tren a la zona, llegamos a Fernández Oro, donde estuvimos un par de años. Después a Centenario, donde mi papá compró una chacra pero no nos fue bien así que volvimos a Fernández Oro, al establecimiento La Blanca donde estuvimos unos dos o tres años”.
“En la época en que llegamos se estaba construyendo el Dique Cordero”, cuenta Luciano, “¡¡esto era un desierto total!! Así que mis hermanos y un primo de mi padre trabajaron en el dique, hicieron las compuertas para regar las plantas, los canales grandes que llegan hasta Chichinales y sus puentes, que hasta ahora no se han roto ni movido… ahora hacen un puente ¡y a los quince días pasa un camión cargado y se rompe! Cuando terminaron el dique nos volvimos para Italia y comenzó la guerra. Hice dos años de servicio pero fueron siete años de guerra, así que me salvé”. Luciano y su familia volvieron al Alto Valle, primero se quedaron en Bahía Blanca a trabajar en el ferrocarril “que era a vapor y como largaban chispas hacia los costados de las vías tenían que estar limpios, no tenía que haber yuyos porque una chispa podía prender fuego todo enseguida. Después trabajaba también en las estancias, todo el trabajo era a caballo no había tractores y las rastras se las ataba al caballo, así se trabajaba antes”. Luciano se casó con Enriqueta Corvaro, hija de Juan y Delia Toscana. Nació en Allen pero vivió un tiempo en Cipolletti, donde el papá trabajaba una chacra. “Todos ayudábamos, éramos seis hemanos, yo soy la tercera. Ayudábamos en todo el trabajo de la chacra, que es muy sacrificado”. Luciano y Enriqueta se conocieron en un baile, ella recuerda que “nos presentó mi primo Ernesto Toscana. En esos tiempos se iba a bailar a Cipolletti o a la Sociedad Italiana en donde había un mástil, todo rodeado de cemento sobre el que se bailaba tango, vals, paso doble… bailábamos todos amontonados”. A medida que la familia Vanicola mejoraba su situación pudieron ahorrar un poco de dinero y comprar la chacra donde hoy todavía viven. La tierra no tenía nada “era todo tamarisco y estaba abandonado. Se la compramos a Francisco García, el que hizo el primer frigorífico acá. Tenía unas cien hectáreas y mi papá, le compró quince hectáreas, allí trabajábamos de todo, se sembraba maíz, había pasto para los animales, para los caballos y el guano se aprovechaba para echar en el campo después. Todo se hacía a mano, con la horquilla. En esa época no se curaba como ahora, se hacían dos curas: una en el mes de noviembre para el bicho canasto y otra antes de la cosecha. No era como ahora que hay pestes por todos lados, a mí me parece que son los mismos remedios los que crean tantas pastes en las plantas...”. Enriqueta asegura que “cuanto más se cura parece que es peor, acá hicieron toda las curas el año pasado y mis rosales quedaron todos apestados, llenos de pulgón y este año que casi no curaron no tienen nada”. Además, dice que “este año no tiramos nada, abandonamos todo, si la fruta no te la pagan, no vale nada, pero cuando llega al mercado, yo lo vi en la televisión, la venden a doce pesos el kilo y acá te dan cuarenta centavos. No te alcanza para la mano de obra, para el gasoil, los impuestos, el agua…” Antes los Vanicola tenían producción de viña porque había muchas bodegas, “ahora tenemos todo costal, viñas no tenemos más porque no hay donde entregarla, ya no hay bodegas como antes. Así que tenemos peras y manzanas, Paca, Willians, Red Delicius, Gran Smith. Hace quince años atrás, se pagaba lo que valía. Del ’55 hasta el ’70 todo anduvo bien. Tenías de costo cinco centavos que mas o menos era lo que te costaba el kilo, y te pagaban quince. Te daba una diferencia para seguir invirtiendo en la chacra, comprando abono, limpiando acequias, comprar plantas, alambrando, poniendo postes… porque en la chacra se trabaja todo el año. Hoy llegas a fin de temporada para vender la fruta y te dicen ‘yo te doy diez centavos, si querés trae, sino…’. Después que sale de la chacra la fruta vale cinco o seis pesos y al chacarero le dan treinta centavos y ellos trabajan dos minutos mientras llenan la góndola y ya tienen tres o cuatro pesos de ganancia”.
Luciano se lamenta de la situación pero, si bien todos le dicen que vendan la chacra y se vayan a vivir al pueblo, no desiste. “Yo me quedo acá, en mi chacra, a pesar de todo porque no podríamos estar sin la chacra, tenemos todas nuestras cosas y también por todo lo que hemos trabajado y luchando para comprar las plantas, sembrar, cosechar… en un tiempo teníamos tomates, con la huerta podíamos salir de los malos tiempos, llevábamos a vender para comprar plantas, pero ahora no se puede, no dejan tener huerta ni animales si querés que te compren la fruta”.
Enriqueta lo mira con tristeza, ella lo acompaña en su pesar. Sin embargo, todavía tienen fuerza y ganas de que todo cambie para continuar con esa pasión con la que vivieron gran parte de su vida. Enriqueta, recuerda y entonces vuelve al pasado donde todo era tan distinto: “¡¿sabés lo que era sacar los bichos canasto de la planta?! Cuando era chica mi papá nos mandaba a sacarle los bichos canasto a mano a las plantas. No decía ‘saquen todos los bichos, hagan un pozo y tírenlos ahí’. Nosotros no íbamos a hacer un pozo ni locos así que nos íbamos a un canal grande ¡y lo tirábamos ¿adentro del canal! Éramos todos pibes y nos mandaban a hacer esas cosas a nosotros, ¡¿podés creer?!”.