Rituales jóvenes en la tierra de la muerte

Caen las primeras sombras de la noche y el grupo de jóvenes se reúne frente a la tumba de su amigo. La cena consiste en pizzas o empanadas acompañadas de vino o cerveza. El menú es lo de menos.El ritual se repite casi en forma cotidiana entre pequeños grupos que ingresan al cementerio El Progreso para rendirle homenaje a algún amigo que murió de manera violenta, bajo las balas de la Policía o de algún bando enfrentado. Lo importante es estar allí, juntos, como en los viejos tiempos. Si el bolsillo lo permite se abrirá una cerveza y se la derramará en la tumba, a modo de ofrenda. Y si no, se realizará un brindis en su memoria.

En el mejor de los casos, se retirarán de manera pacífica, igual que como ingresaron. Pero si el consumo de alcohol o de drogas los exalta, romperán la tumba de algún enemigo muerto o robarán algo de valor, si lo encuentran.

Desde hace tiempo que la gente joven comenzó a ingresar de manera frecuente al cementerio ubicado en el barrio del mismo nombre. Y no es una casualidad ni un capricho. En los últimos años el predio se convirtió en la última morada de centenares de jóvenes de todas las edades que murieron de manera violenta, un fenómeno social que tiene muchas interpretaciones, pero cuyas raíces se nutren de la pobreza y la marginalidad.

Sólo algunos grupos lo hacen de noche, amparados por la soledad del lugar. Los guardias que custodian el cementerio son empleados de una cooperativa, ni siquiera están armados y saben que una palabra de más o la mínima insinuación para que se retiren disparará una reacción violenta. Un riesgo innecesario para los pocos pesos que la cooperativa les paga con atraso la mayoría de las veces.

Por este motivo quienes hacen de “guardias” miran para un costado y los dejan. Son testigos discretos que reniegan hablar de estos temas y que sólo llaman a la Policía si se producen hechos graves, como los destrozos y profanaciones de tumbas que se repitieron en 2011.

El resto de los jóvenes que concurren lo hacen de día, especialmente en horas de la tarde. Su perfil es más pacífico, pero también visitan a sus amigos. Algunos llegan en grupos y aprovechan la tarde para tomar mate, para charlar. Otros llegan solos y su visita consiste en sentarse en silencio frente a su ser querido. El paisaje parece no importarles.

Desierto

El cementerio se llama Parque El Progreso, pero el enorme predio ganado a las bardas está muy lejos de ser un parque y mucho menos de mostrar progreso. Sólo un sector (el más antiguo) tiene una incipiente forestación, que con esfuerzo los empleados del lugar se encargan de regar y mantener.

Las callejuelas internas son de arena y piedra y la calle principal es una subida que se topa contra el alambrado que divide el predio de la barda.

Es tan árido el lugar que la mayoría opta por flores artificiales y hasta pequeños recortes de césped sintético para darle un poco de color a cada sepulcro. El resto de la ornamentación -en el caso de las tumbas en las que descansan los jóvenes- se compone de camisetas de fútbol o de grupos de rock y ositos de peluche.

Los encargados del lugar conocen cada rincón y cada historia del cementerio y hasta hacen de guías cuando alguien les pregunta sobre tal o cuál muerto.

Es que en el cementerio del Progreso algunos casos cobraron tanta notoriedad y tuvieron tanto impacto en la sociedad que hay nombres que ya son íconos de la violencia y la injusticia.

Destinos

En el cementerio hay asesinos, víctimas de robos, ajuste de cuentas, balas perdidas y violencia doméstica. Todos comparten la misma tierra, porque en el lugar no hay nichos. La gran mayoría de los jóvenes tiene menos de 25 años, el promedio de expectativa de vida de algunos grupos marginales que a su vez lo trasladan a quienes viven en su entorno.

En los últimos meses el destino quiso que una decena de personas que murió de manera violenta haya sido enterrada en el mismo sector, al norte, casi al pie de la barda.

La hilera finaliza con una tumba llena de flores frescas y coronas, la más nueva. Una fosa al lado, de no más de un metro de profundidad fue abierta recientemente por el sepulturero. Nadie sabe si el pozo lo hizo ante la inminente llegada de un nuevo morador o para adelantar trabajo.

“Hay días que llega uno, dos o tres… hay días que no llega nadie”, asegura uno de los encargados.

El hombre está acostumbrado a la rutina que genera la muerte. Pero reconoce que cuando ingresan jóvenes todo se vuelve triste. Mucho más triste.

Por Mario Cippitelli

La Mañana Neuquén

elniñodelcementerio

Villa Epecuen, Provincia de Buenos Aires: El niño del cementerio.

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