Un hombre, un pueblo y la dignidad de una causa
El doctor Julio Dante Salto era en 1969 comisionado municipal de Cipolletti, en Río Negro. Continuó en su cargo de presidente del Concejo Deliberante –intendente en la práctica- al que había accedido por elecciones, cuando en 1966 irrumpió la Revolución Argentina de Onganía. Por J.A.S (Web 8300)
El pueblo pidió por él, y quedó. Venía haciendo desde hace años una tarea descomunal, muy organizada, en beneficio de todos pero en especial de los más humildes. Aunque, tenía y por derecho propio –y especial carácter- el respeto general de todas las capas sociales. Viviendas, calles, cloacas, acciones culturales, salud, educación, deportes.
Era médico y eso le daba una ventaja enorme, porque ejercía su profesión a toda hora, en el hospital, en su consultorio, en el Sanatorio Río Negro del que fue cofundador y en el hogar de toda familia que lo necesitara, así tuviera que ir, como lo hizo más de una vez, en bicicleta al barrio Don Bosco.
Y si un hombre así retoma la política y se brinda en cuerpo y alma por sus gobernados, se genera una fórmula perfecta, una consustanciación sin firma ni papeles, de corazón.
Era militar. Eso es esgrimido por algunos pseudo hiperdemócratas para denostarlo. Juan Perón también era militar, y todos los líderes civiles siempre compartieron palcos en desfiles, copas en salones y obras y honras y tal vez algunas envidias por estrellas que no fueron, con gente de las fuerzas armadas.
Un parrafito pequeño a la “militaridad” de Salto. Antes, en tiempos ha, se podía saltear el Servicio Militar Obligatorio siendo estudiante universitario, médico en especial, y cumplir luego de recibirse, operaciones por la comunidad. Salto era oriundo de Junín, provincia de Buenos Aires. Y Mercedes, Los Toldos. Todo cerquita. De por allí era la familia Duarte, la de Eva luego Evita Inmortal.
Hay una revista que desapareció del domicilio de Salto, la mítica casona de la calle Saenz Peña en Cipolletti, realizada en el Colegio Nacional de Junín donde un jovencito, nuestro Julio Dante Salto, presidente del Centro de Estudiantes, hablaba de lo realizado y anunciaba la presentación de una obra de teatro con la presentación de una actriz a la que le auguraba un porvenir promisorio, Eva Duarte.
Eran conocidos, y muchos dicen que amigo por mediación de Herminda, hermana de Eva.
El destino los junta en Buenos Aires. Para allá va Salto a estudiar, y para allá va Eva, buscando superarse.
El destino, impenitente forjador de contradicciones, los desune en la gran urbe. Ella conoce a Perón. ÉL sigue fiel al radicalismo, con lazos en cierta izquierda, socialista.
Salto recibe el título de Doctor en Medicina con tesis sobre Cáncer de Esófago que la UBA imprime y está en la biblioteca de esa prestigiosa institución. En momentos álgidos de enfrentamientos entre peronistas y opositores, y viceversa, Eva llama a Salto. La historiografía familiar dice que fue por teléfono, otros aseguran que se vieron en la mismísima Rosada.
Eva le dice, palabras más, palabras menos: “Dante, dejate de joder que estamos haciendo una revolución en serio, y nosotros no vamos a parar en nada. Qué querés? Irte a laburar a alguna embajada? Así no vas a seguir”.
Salto –y eso él me lo contó- no cedió un palmo, le explicó que no tenían un proyecto común y que seguiría con sus ideas y su política, y se despidieron. “Con tristeza y bronca”.
El médico militar que debía retribuirle al estado por la no discontinuidad de sus estudios fue trasladado a un criadero de burros en San Luis, para atender y a los camaradas de la guarnición. Cerca de La Toma, patria del ónix. Pero siguió en las suyas, con mimeógrafo y todo. Y se hizo querer por todos, los militares, los civiles y diría que hasta por los burros.
¿Un militar abiertamente “anti”?. No podía ser. Un coronel, o mayor, inspector de guarniciones, Héctor Solanas Pacheco, que lo quería mucho, le comunicó que era necesario otro traslado. “No estará mal, doctor. Es en Covunco, en Neuquén. Allí abrirá en el cuartel n hospital modelo. Y tendrá más tiempo para trabajar y…hacer lo suyo”. (Solanas Pacheco fue ministro de Guerra de Arturo Frondizi y se encontró con Salto en más de una ocasión, ya por otras épocas y circunstancias).
Con su esposa Margarita Isabel Segovia, y Solanas Pacheco, desplegaron un mapa en la mesa. “Esto es”, dijo el inspector. “Pues habrá que ir”, contestó Salto.
Por eso llegó a Neuquén, trabajó en el hospital –en 1955 fue designado interventor, por poco tiempo, de ese centro de salud y convocó al doctor Castro Rendón para que integre un consejo asesor- y se radicó en Cipolletti, ciudad en la que estableció un sentimiento solidario, recíproco y cariñoso con su gente.
¿Por qué todo esto? Simple, para conocer el fondo de las reacciones de un pueblo con su líder, hay que saber quién y de dónde y cómo se comporta el líder con sus pueblo.
Cuando estalló el Cipolletazo, ese amor era íntegro. Desde Viedma y desde Roca lo miraban con recelo, por sus afinidades con Neuquén inclusive, y su “autonomía de vuelo”. Esa autonomía le dio autoridad para cuestionar una ruta que desde Paso Córdova (Roca) iría hasta Bariloche sorteando la 22. Para él, y para muchos, querían excluir a Allen, Fernández Oro, su Cipolletti querido y su querido Neuquén, del gran tránsito turístico y comercial hacia la ciudad del Nahuel Huapi.
Resolvieron desplazarlo. Salto se fue a Buenos Aires, y su regreso fue un golpe de efecto triunfal. En el aeropuerto Presidente Perón de Neuquén lo esperaban más de7 mil personas, para vivarlo y mimarlo.
Llegó el 12 de septiembre de 1969 una comisión desde Viedma, para echarlo directamente. La municipalidad funcionaba en el actual edificio de Villegas y Roca. Con un plan espontáneo, Salto pidió a su secretario que le trajera los lentes. El secretario, primero, llamó a LU19 y a Canal 7, al periodista Abraham Tomé. Y la noticia de que estaban reteniendo y exigiendo la dimisión al querido intendente se hizo volcán en erupción.
Pueblo en las calles, ciudad tomada por la policía, resistencia de estudiantes, obreros, empresarios. Toque de queda. Cientos de detenidos. Pero nada de violencia extrema contra los ocupantes, fue la orden de Salto. (Tanto, que un grupo de activistas que venía de Bahía a crear un foquismo fue parado en la ruta, y “regresado”, y Salto pidió disculpas públicas al Diario Río Negro porque su corresponsal había sido golpeado por un muchachito irascible de no más de 16 años).
Las causas populares, masivas, policlasistas, a favor de un gobernante, sólo se dan si el gobernante es el reflejo fiel de todos, si se conoce su vida privada, si actúa siempre bajo la luz y no sombrea paisajes inmostrables.
En esto estriba la concepción del Cipolletazo, su éxito, y la imperecedera inserción del líder y la gesta, en la historia. Salto, casi seguro, y ya lo sabían sus adversarios, iba a ser candidato a gobernador en la posterior apertura democrática, con apoyos multipartidarios y sociales de toda índole. Otra clave por ahora sin respuestas acerca de por qué pretendían alejarlo del poder, y lo lograron a la postre.
El tiempo apuró, lo sucedido hizo mella en el físico y la Señora que Llega En Silencio y Sin Aviso, se lo llevó para siempre. Hoy se cumplen 45 años de aquel imborrable Cipolletazo. Adrede no hay nombres en esta nota, porque fueron miles los protagonistas. Como no se da muchas veces, aquel 12 de septiembre de 1969 los vecinos coparon las calles y se jugaron la vida no para exigir reivindicaciones ni para reclamar el consabido “que se vayan todos”, sino para defender a su intendente, el Doctor Salto, como lo llamaban, que era ni más ni menos que defender su dignidad.